EL PAíS › LA SAGA DE UNA COMISION MENEMISTA

Para qué sirve la Ceana

Fue fundada supuestamente para investigar las actividades nazis en el país, con académicos destacados y apoyos internacionales. Esta semana se decidió despedir a su coordinador académico y revisar “para qué sirve”. La comisión protagonizó dos papelones políticos graves y tapó casos embarazosos de inmigración nazi.

 Por Sergio Kiernan

Después de hacer sapo dos veces en dos semanas, la Ceana está en la cuerda floja. Curioso sobreviviente de la era menemista, la Comisión de Esclarecimiento de las Actividades Nazis en Argentina nació hace siete años con elenco internacional, oficinas en Cancillería y el mandato de revelar de una buena vez la trama de complicidades argentinas con los nazis. Este miércoles, en la ceremonia en que se derogó simbólicamente una orden ministerial de 1938 que prohibió dar visas a judíos y perseguidos políticos, el ministro del Interior, Aníbal Fernández, confió a Página/12 que la existencia de la Ceana será revisada. La pregunta del Gobierno es estricta: quieren saber para qué sirve la comisión.
La Ceana fue una idea del canciller Guido Di Tella que permitió recuperar la iniciativa en un tema y un momento delicados para el gobierno de Carlos Menem. En 1998 se habían cumplido cuatro años del atentado a la AMIA que dejó 86 muertos y ya no quedaba prácticamente nadie que confiara en que el menemismo iba a resolver el caso. Para peor, ser escenario del peor atentado antisemita cometido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial dio pie para que reflotara como nunca el viejo tema de Argentina, hogar de nazis. Menem intentó contrarrestar esta imagen anunciando con bombos y platillos la apertura de los archivos sobre nazis del Ministerio del Interior. La cosa salió mal porque esos “archivos” consistían en recortes de diarios y notas sin mayor importancia. Las carpetas habían sido purgadas o simplemente nunca habían contenido nada de importancia.
Di Tella le dio a su jefe político una idea ambiciosa en lo intelectual, la de crear una comisión de notables que, desde el mismo Estado, investigara ampliamente –y sobre todo visiblemente– los secretos sucios de la llegada de nazis al país. La jugada fue brillante y complementaba la asidua relación con instituciones judías norteamericanas e Israel y gestos como la extradición del criminal de guerra croata Dinko Sakic.
Di Tella creó una comisión estelar, con académicos comprometidos más o menos formalmente de la talla de Robert Potash, Ronald Newton, Pierre Vidal Nacquet, Carlota Jackish y Holger Mehding, entre muchos otros. También figuraban las principales instituciones comunitarias de EE.UU. y trabajaban a pleno investigadores como Beatriz Gurevich. Al frente del lado académico de la comisión fue nombrado el encuestador y sociólogo Manuel Mora y Araujo. El coordinador académico era Ignacio Klich, que había trabajado en Nueva York con la Anti Defamation League de la B’nai B’rith.
La Ceana fue presentada en sociedad el 16 de noviembre de 1998, con una sesión plenaria en la que Menem llamó a imitar el ejemplo de “Simón Rosenthal”, seguramente pensando en el “cazador de nazis” Simon Wiesenthal. La inauguración tuvo al subsecretario para Asuntos Económicos de EE.UU. Stuart Eizenstat y al ministro de Comercio sueco Leif Pagrotsky como invitados, y ambos coincidieron en que tocar ciertos temas fortalecía y no debilitaba al país. Marcando el rumbo, Di Tella explicó que “lo mejor que podemos hacer es reconocer los errores del pasado para que no se repitan nunca más”. Sin que nadie lo dijera, en el ambiente flotaba el mérito de que un gobierno peronista fuera el que abriera este temario.
En los debates académicos se discutieron las relaciones con el Reich, la cantidad real de criminales de guerra que llegaron al país y si el rol de Juan Perón en su llegada fue un hecho histórico o un mito fogoneado por EE.UU. y Gran Bretaña. En los primeros días de 1999, la comisión volvió a reunirse, recorrió el mismo territorio y anunció que existían indicios de que los criminales de guerra fueron 150, cifra posteriormente revisada a 180. Fue la última vez que la Ceana se reunió, al menos públicamente.
Entre ambas reuniones comenzaron a pasar cosas más discretas que indican cuál era realmente la prioridad número uno de esta institución del menemismo. Beatriz Gurevich vivió semanas de desgaste que terminaron en su renuncia como investigadora de la comisión al filo de la segunda reunión.Gurevich denunció que las trabas a su trabajo se multiplicaban y que, pese a que trabajaba para una entidad estatal, el mismo Estado cerraba puertas, daba excusas o negaba poseer papeles. Gurevich era conocida por sus publicaciones demostrando que la llegada de nazis al país no había sido casual o pasiva, sino resultado de una activa política del primer Estado peronista desde la Dirección de Migraciones y la Cancillería, y su presencia en la Ceana resultó en parte de las críticas a la comisión por convocar a investigadores que se inclinaban más vale al “no fue para tanto”.
Gurevich renunció luego de que Migraciones y la Policía Federal se negaran de plano a dejarla ver sus archivos, pero la comisión le propuso que recorriera consulados argentinos en Europa para ver sus archivos. Gurevich renunció al volver, no sin antes señalar que varios de esos archivos habían sido revisados y purgados antes de su llegada, lo que no consideró nada casual. Su salida provocó una batería de declaraciones de Mora y Araujo y de Klich, que negaron públicamente que hubiera barreras. A partir de entonces la Ceana pasó a tener una vida de tan bajo perfil que se hizo invisible. Su rincón en la página web de Cancillería subía y bajaba papers muy sólidos, académicos y en absoluto polémicos de firmas de renombre, que hasta se publicaron en castellano en una editorial norteamericana. La entidad cumplía pacíficamente su función de base: existir, como para señalar que Argentina no tiene nada que ocultar. Esta placidez mental le permitió sobrevivir de gobierno en gobierno sin mayores alteraciones.
En el camino, la Ceana –o mejor dicho, su coordinador académico y a esta altura verdadero jefe, Ignacio Klich– tuvo algunas iniciativas que traerían cola. Una fue tomar una investigación del Centro de Estudios Sociales de la DAIA que, sin argumentos demasiado convincentes, identificó en 2000 a tres diplomáticos argentinos que durante la existencia del Tercer Reich habrían ayudado a judíos argentinos y en un caso a italianos. Klich tomó la idea, la amplió a once nombres y para 2001 embarcaba al canciller de Fernando de la Rúa, Adalberto Rodríguez Giavarini, en un homenaje que resultaría en la famosa “placa” del hall del ministerio. Sólidamente instalada en la ciencia ficción, la placa contenía el nombre de Luis H. Irigoyen, encargado de negocios argentino en Berlín, antisemita notable y un argentino que se las arregló para participar en el Holocausto aunque no era alemán.
La historia es sencilla y terrible e involucra a cien argentinos judíos que se encontraron en Europa con el estallido de la campaña nazi de conquista. La mayoría estaba en Salónica, hoy una oscura ciudad industrial griega, pero en aquel entonces hogar de una comunidad judía vieja de cinco siglos y abrumadoramente descendiente de sefaradíes. Los nazis conquistaron Grecia en abril de 1941 e instalaron un gobierno títere que declaró que no existía “la cuestión judía en el país”. Por un par de años, los judíos sufrieron humillaciones y controles, pero en enero de 1943 Adolf Eichmann –luego emigrante ilustre a nuestro país– envió a su equipo a estudiar la situación. Los nazis hicieron rápido su trabajo y en marzo de 1943 embarcaron a los 45.000 judíos de la ciudad rumbo a Auschwitz. En cosa de días, de los judíos de Salónica quedaba un puñado trabajando como esclavos con el extraño sobrenombre concentracionario de mohamedaner, mahometanos.
En la ciudad ahora vaciada quedó otro puñado, los que mostraron sus pasaportes argentinos. La SS consultó al Ministerio de Relaciones Exteriores, que ordenó que nadie los tocara, tan valiosas eran para el Reich las relaciones con Argentina. Pero el canciller Von Ribentropp, que sería nazi, pero pensaba que un país amigo se ofende si le matan a sus ciudadanos, se encontró peleando en dos frentes. Por un lado estaba el hambre de víctimas de los einzatsgruppen, y por el otro la pétrea indiferencia del gobierno militar argentino ante la suerte de estos compatriotas en particular. El diplomático Irigoyen se lució al transmitir esa indiferencia y Ribentropp terminó citándolo a su despacho en una Berlín ya bombardeada para presentarle una carpeta con los nombres de los argentinos y exigirle que los evacuara de una buena vez. Irigoyen hojeó el documento –que él ni se había molestado en compilar– y, según la minuta alemana, dijo que seguramente ésos no eran argentinos y que su gobierno no tenía ningún interés en ellos.
Poco después, nuestros compatriotas morían en los campos nazis.
La siguiente ocupación de Klich consistió en desprestigiar y combatir a cualquiera que cuestionara a la Ceana o tuviera el atrevimiento de sacar a luz eventos o papeles incómodos para la imagen argentina en el exterior. Por ejemplo, la Circular 11, la orden secreta firmada por el canciller José María Cantilo en 1938 prohibiendo terminantemente a los cónsules extender visas a cualquier persona que fuera un indeseable o hubiera sido expulsada de su país por cualquier razón. En la Europa que veía la guerra inminente, esto quería decir judíos y perseguidos políticos, cosa que Cantilo sabía perfectamente. Gurevich había encontrado lo que hasta ahora es la única copia existente de la circular en nuestro archivo consular de Estocolmo y la había entregado a la Ceana, donde dormía en un cajón.
La circular, la historia de Irigoyen y la crónica de la formidable estructura armada por Perón para salvar a nazis y colaboracionistas y traerlos al país terminaron publicadas por el periodista Uki Goñi en su libro La auténtica Odessa. La obra, y la repercusión que tuvo, disparó una furiosa campaña de mails de Klich, que armó un verdadero guión sobre cómo tratar la historia y las crecientes presiones para que se abrieran de verdad los archivos. El agónico gobierno de De la Rúa y el transicional de Eduardo Duhalde, con nada menos que Carlos Ruckauf como canciller, pasaron sin que se hiciera nada desde el gobierno y con el tema apareciendo hasta en el New York Times y el Congreso norteamericano.
En 2003, con Néstor Kirchner en la Rosada, Migraciones comenzó a buscar los papeles. La cosa fue simple: el ministro del Interior, Aníbal Fernández, dio la orden; los papeles aparecieron y para fin de año Página/12 publicaba el monumental do-ssier que permitió la entrada de miles de croatas fascistas al país, una migración que incluyó a más de cien criminales de guerra identificados. No hizo falta ninguna comisión especializada ni milagros académicos, simplemente la voluntad política de dejar de tapar ciertas cosas.
Para fines de mayo de este año, el Gobierno decidía atender los pedidos de la Fundación Wallenberg y del Centro Simon Wiesenthal y retiraba la placa, pese a la abierta resistencia “de la casa” a deshomenajear a diplomáticos. Este miércoles se dio el segundo evento en que la comisión quedó mal, cuando el mismo Kirchner se sentó a la mesa junto a su canciller Rafael Bielsa, a Fernández, Gurevich, Goñi y Natalio Wengrower, vicepresidente de la Wallenberg, para la ceremonia en que se derogó simbólicamente la Circular 11. Al terminar, Fernández confirmó a Página/12 que Klich deja la comisión el 30 de este mes, cuando vence su contrato. Y que el futuro de la Ceana, una entidad que resultó útil para investigar lo que no molesta y ocultar lo que sí, será revisado.
A nadie le extrañó que en una función oficial atendida por el Presidente y centrada en un tema nazi, no hubiera nadie de la Ceana invitado.

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Di Tella fundó la Ceana para su jefe Menem. Gurevich, la investigadora renunciada.
 
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