Viernes, 25 de mayo de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca *
Hace cuatro años asumía en la Argentina un presidente que, según una entonces extendida opinión, gobernaría bajo el signo de la debilidad genética de su mandato. Según esa interpretación, se abría un período tormentoso e inestable en el que un poder “bicéfalo” carecería de la fuerza necesaria para reencauzar al país en medio de una crítica agenda nacional e internacional. ¿Qué ocurrió a partir de entonces para que la preocupación actual de muchos de aquellos predictores de la ingobernabilidad se haya trasladado a la cuestión del “hegemonismo”?
Si hay un eje desde el que se pueda repensar estos cuatro años de gobierno de Kirchner, ese eje es la lucha por el poder. Caso curioso el de la Argentina de los primeros años de este siglo, en el que el poder se disputa una vez alcanzada la presidencia. Pero así es: Kirchner había asumido con el estigma de una votación apenas superior a 22 por ciento de los votos y una segunda vuelta frustrada por el gesto más antidemocrático que registra la historia de nuestras instituciones posterior a 1983, la deserción del ex presidente Menem de ese episodio electoral. Ese exiguo apoyo era, además, en buena parte, el fruto del apoyo de Duhalde a su candidatura. A eso hay que sumarle que el país venía de una bancarrota económica y vivía un prolongado ciclo de inestabilidad e incertidumbre política; el nuevo gobierno tenía frente a sí una larga lista de conflictos irresueltos y un quiebre de la confianza pública en las instituciones políticas.
A la hora de explicar el éxito en ese proyecto de acumulación de poder, algunos análisis sitúan en el centro la recuperación económica de estos años. El “ciclo favorable” lo explica todo; el viento de cola en la economía habría permitido al presidente disciplinar a su partido, recuperar la autoridad política, resolver satisfactoriamente la situación de cesación de pagos, mejorar las condiciones de empleo y calidad de vida de millones de personas y, como consecuencia de todo eso, crecer y mantener durante todo el período altos índices de popularidad. Aun en el supuesto de la centralidad del crecimiento económico para la consolidación del gobierno, cabe recordar que la economía no es un hecho de la naturaleza y que estos cuatro años estuvieron cargados de medidas económicas –algunas duramente criticadas por la oposición– que, es de suponer, tuvieron alguna influencia en los resultados obtenidos. Por ejemplo, la firmeza en la negociación de la deuda pública fue, en su momento, caracterizada por muchos como un acto de irresponsabilidad política que terminaría de aislarnos del mundo.
Todo proceso de acumulación de poder tiene un sentido, está atravesado por un discurso constitutivo y una simbología que lo sostiene. El avance contra la Corte menemista –que no terminó, como también se afirmaba, en una corte kirchnerista, sino en un tribunal independiente y jerarquizado, reducido además a su número anterior al atropello de la década del ’90– y el impulso al esclarecimiento y castigo del terrorismo de Estado fueron piezas centrales de ese dispositivo de poder. La recuperación de un papel para el Estado frente a las fuerzas del mercado, otro de los rasgos centrales. Es decir que, junto a la recuperación económica, hemos asistido a una profunda transformación del clima de ideas y valores que animaron los años de las llamadas “reformas de mercado”. Una política exterior que situó a la integración regional, aun en medio de grandes dificultades, en el centro de la atención y manejó una dialéctica de confrontación y cooperación con Estados Unidos, completa a grandes rasgos el “programa” de gobierno al que no fueron ajenos ni las contradicciones ni los errores. Es difícil saber cuánto pesa cada uno de estos factores en la consolidación del poder y la popularidad presidencial, pero parece un grave error su subestimación y su colocación como un ritual secundario del poder.
La acumulación de poder por Kirchner tuvo costos y lagunas. Este comentario no se sumará a las lamentaciones por la calidad institucional y la seguridad jurídica, provenientes de algunos sectores proclives a confundir sus propios intereses con el bien de la Nación. Las lagunas que aquí interesan son las que pueden ser consideradas debilidades que complican un proceso reformista. Son, aunque parezca contradictorio con lo anterior, problemas institucionales; más aún, problemas políticos. Kirchner no tuvo éxito en una de sus principales promesas: la reformulación del sistema político partidario sobre la base de dos grandes coaliciones de centroizquierda y centroderecha. Las necesidades de una permanentemente agitada coyuntura lo inclinaron a recostarse sobre la maquinaria justicialista, que fue durante estos años la principal proveedora de apoyos parlamentarios y de gobierno. Contradiciendo muchos pronósticos, desalojó a Duhalde de la conducción justicialista bonaerense, pero a continuación no avanzó en la renovación del tejido de alianzas que sostuviera su gobierno. Ese perfil de su base de apoyo político está correlacionado con estilos de gobierno que suelen confundir deliberación con debilidad, como en el caso de la ley que reformó el Consejo de la Magistratura y la que reglamentó –después de un largo período– el dictado de los decretos de necesidad y urgencia: en ambos casos, la negociación y un par de módicas concesiones hubieran mejorado mucho las decisiones.
Hay que decir que aun para una voluntad política audaz y decidida no es sencillo modificar de raíz el cuadro político institucional argentino. Baste recordar cómo buena parte de las estructuras y liderazgos políticos resistieron –para bien y para mal– los embates de la catastrófica crisis de 2001 y 2002. Tampoco se puede concluir que en el terreno político todo es continuidad. Más bien hay que reconocer que se trata de un proceso no cerrado, en el que bien podría pensarse, como de hecho se proclama desde el gobierno, en una nueva etapa en la que los cambios político-institucionales estén en el centro de la escena. Las promesas se pueden creer o no creer. Pero al margen de eso, sería bueno coincidir desde una perspectiva de izquierda democrática en que sin una profunda reforma dirigida a construir un Estado dinámico, moderno y con capacidades efectivas de regulación, no habrá posibilidades de reconstruir niveles aceptables de igualdad social. La antipolítica –liberal o populista– es un enorme obstáculo para ese proyecto. Y sin su puesta en marcha la república seguirá siendo un recurso retórico de nulas consecuencias prácticas.
* Politólogo.
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