Martes, 25 de marzo de 2008 | Hoy
EL PAíS › LA ASOCIACIóN MADRES DE PLAZA DE MAYO REALIZó UN ACTO EN LA VILLA 15
A diferencia de las habituales actividades en el centro porteño, Hebe de Bonafini encabezó un recordatorio del golpe en el barrio donde las Madres coordinan un proyecto de viviendas. Habló de los ganaderos y terratenientes como sectores golpistas.
Por Alejandra Dandan
La empresa de radiotaxi decidió no meterse. La calle Piedrabuena parece separar Buenos Aires de uno de sus lados del infierno. Hace año y medio las Madres de la Asociación Plaza de Mayo levantaron ahí las casas de un proyecto de viviendas con los vecinos de los sótanos más miserables. Hebe de Bonafini recordó a los 30 mil desaparecidos ayer en ese otro lugar. “Porque siempre nos reunimos en el centro para hablarles a los que ya los conocen –dijo–, por eso elegí contárselos a los que están en el barrio.”
Jéssica escuchó a Hebe, muy quieta, debajo de unas escalinatas. Sus tres hijos le daban vueltas encima, pero ella atendía como si fueran esas lecciones de albañilería o de revoque fino que le permitieron ganarse un oficio meses atrás.
En esa tensión entre presente y pasado se ciñó el discurso de Bonafini. “Había un gobierno que había pactado con la muerte –comenzó– y ya había comenzado a perseguir a hombres y mujeres que pensaban diferente”, y luego “los gorilas pidieron el gobierno de facto, les pedían a los militares que vengan”. Bonafini instaló a los “ganaderos” en el colectivo de gorilas golpistas y a la oligarquía terrateniente que combate hoy en los piquetes agrarios en un territorio de familias donde siempre hay “un juez, un militar y un cura”, a muchos de los cuales recordó como actores de la represión.
Por debajo, en una inmensa franja de tierra decolorida, unas pocas banderas de plástico flameaban raquíticas con la imagen de las Madres en el pobrerío.
El acto del 24 de marzo se hizo a los pies del esqueleto de un edificio de catorce pisos de altura, completamente muerto. Proyectado como el hospital para leprosos o infecciosos más importante de América latina en los años del peronismo, el edificio del llamado Elefante Blanco nunca se terminó. Los cimientos quedaron convertidos en esqueletos ocupados por quienes pudieron. Un incendio devoró dos años atrás a las casas del espacio proyectado para la morgue, ése fue el origen del trabajo de las Madres en el barrio.
Con fondos federales para planes de viviendas, ellas diagramaron dos proyectos de autoconstrucción con obreros del barrio, cincuenta por ciento hombres, cincuenta por ciento mujeres.
Jéssica terminó de construir las primeras 24 casas, y ahora trabaja en otras 36. Es la segunda delegada mujer de la historia de la Uocra, aunque la primera también salió del barrio.
“¿Antes?”, dice. “Era normal. Era normal los chorros, era normal que los pibes se droguen, la necesidad era normal. Un día mi marido por desgracia se quedó sin trabajo, y a mí me llamaron de acá para que empiece a trabajar.”
Algo de la no-normalidad de las Madres es la que ha podido aquí empezar a escribir algo distinto. Durante el acto, Hebe anunció que esa poderosa torre muerta que yace vencida de espaldas al barrio en cinco años será un vigoroso centro de salud y de odontología. La recuperación comenzará en abril. Y ahí harán además una sala de cine, una escuela primaria, un secundario, un centro cultural y hasta viviendas en los últimos pisos con ascensor. “¡Y todo el mundo va a querer venir a vivir en este barrio!”, rió y arrancó un aplauso.
Cuando las Madres llegaron por primera vez, se pusieron atrás de una mesa para preguntarle a la gente qué sabía hacer. Andrea les dijo que era costurera, pero tomó un puesto de cocinera, lo único disponible. Ella llegó al barrio en 1974, y siempre le prometieron de todo antes de pedirle la fotocopia del documento. “Acá me pidieron el DNI cuando me entregaron el recibo de sueldo, y para la AFIP.”
Bajo las escalinatas del Elefante Blanco, Hebe ahora habla de la lucha individual, dice que no sirve, y del proceso de “socialización” de las madres, el momento en el que se sacaron el nombre de sus hijos de sus pañuelos para hacerse madres colectivas. Ese mismo proceso intenta en el barrio, como si fuese posible no pelear por una casa, sino aún por un proyecto distinto.
Hasta arriba del escenario suben tres chicos. Un ritmo de hip hop se escucha grabado, de fondo. Y ellos les piden perdón a las Madres por si alguien se ofende: A dónde puedo irme / para ver la justicia... O debo esperar que se ejecute la justicia divina.
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