Lunes, 31 de marzo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Washington Uranga
El lockout agropecuario permitió que asomen y se mezclen otros intereses políticos y económicos que nada tienen que ver con las retenciones. La simplificación hace que se pierda de vista que lo central radica en un conflicto de intereses y de poder que tiene un único titular posible: redistribución de las riquezas. Sólo admitiendo que ésta es la cuestión central se podrá encaminar la discusión. Incluso discutir si las políticas oficiales son las más adecuadas, si aplicar retenciones aporta al objetivo redistribucionista que se pregona. Pero hay que desenmascarar también a quienes, siendo los principales explotadores de los campesinos, pretenden hablar en nombre de éstos y sumarlos como tropa política propia, usando una metodología perversa propia del clientelismo que critican.
Ya se habló de que bajo el término del “campo” se uniformó igualando a los campesinos del Mocase santiagueño y a los terratenientes de la Pampa húmeda. De la misma manera se igualó las abolladas cacerolas populares del 2001 con el reluciente teflón de los últimos días. Tampoco se trata de descalificar éstas y sobredimensionar aquéllas. Ambas estaban y están plagadas de complejidad. Pero diferente es la legitimidad de este Gobierno, que acaba de revalidar su poder en las urnas, que la de aquél que se derrumbaba por el desgaste del sistema político y alimentado por sus incapacidades. Si el “que se vayan todos” del 2001 fue una exageración fruto de la protesta y de la indignación legítima, el “que renuncie” que algunos pronunciaron en los últimos días es, por lo menos, una miopía propia de clases medias que no suelen mirar más allá de sus intereses individuales, o bien el resultado de una desmesura ideológica melancólica del golpismo de otros tiempos.
La palabra “diálogo” ha sido de las más pronunciadas en los últimos días. También “negociación”. Juntas ambas y por separado. No se trata de sinónimos. Negociar es una necesidad. Dialogar es una vocación. El diálogo no se produce de manera instantánea, es un proceso que se construye. Sólo es viable en la confianza y en el respeto mutuo, tomando como base el reconocimiento de la diferencia. Y entiéndase bien: dialogar no significa dejar de reconocer el ejercicio legítimo del poder de cada una de las partes, las asimetrías (incluyendo la diferencia entre quienes representan el interés legítimo del conjunto de la sociedad y quienes defienden el punto de vista también legítimo de un sector), las discrepancias, el conflicto. Sólo así se puede dialogar. Así cada uno llevará al diálogo sus propias convicciones pero con la responsabilidad de una activa preocupación por el bien común, más cercano a la solidaridad que a la mezquindad. Presumir de dialoguista y afirmarse en un discurso etnocéntrico y plagado de precondiciones no es ni más ni menos que un modo de ejercer violencia simbólica.
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