Miércoles, 2 de julio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Damián Pierbattisti *
El llamado conflicto del Gobierno con el campo puede ser abordado desde las más diversas perspectivas. Una de ellas remite al vocabulario guerrero utilizado por los cuadros políticos de los capitalistas agrarios y la normalización que del mismo produjo la enorme mayoría de la prensa escrita, oral y televisiva. Cuando el campo concedió una “tregua”, llamó la atención que no se haya resaltado el carácter que asumía este término en boca de dicho sector. Pero más aún interesa la naturalidad con la que se difundió el hecho de que el campo otorgue una tregua: no era el agredido el que le arrancaba una tregua al agresor, sino aquel que la otorgaba, incluso como gesto tendiente al “diálogo”. Sin dudas, la fuente de legitimidad social que concitaba cortar rutas para intentar producir el desabastecimiento de los grandes centros urbanos, lo cual se difundía en una privada y monopolizada cadena nacional para amplificar y fortalecer la convocatoria, debía ser lo suficientemente poderosa como para impedir que tales acciones aparecieran ante la opinión pública como la consecución de un delito tipificado en el Código Penal.
Era evidente que debía existir algo que constituyese la imprescindible retaguardia material y simbólica, que les permitía a los medios masivos de comunicación la legitimación y el procesamiento positivo de los delitos federales que se estaban cometiendo. Es allí donde aparece, en todo su esplendor, el término “patria” como fuente de inagotable fuerza moral y de legitimidad social de acciones sociales que ejercidas por los pobres asumen la forma delictiva, pero realizadas por los propietarios de la tierra se convierten en una gesta patriótica.
¿Hubiesen sido toleradas por la enorme mayoría de la prensa “de la gente” decenas de cortes de ruta a lo largo de todo el país por piqueteros pobres que reclamasen alimentos, trabajo digno, un techo, condiciones humanas mínimas de existencia? ¿Cuál sería la posición de estos concentrados medios de procesamiento de la información si los que cortasen las rutas fuesen los campesinos desplazados por “el avance de la soja”? ¿Estas no serían acaso luchas de una remarcable dignidad humana? Sin embargo, la dignidad que concita un esperable entusiasmo en el cacerolero indignado de Santa Fe y Callao, que le reclamaba a la Presidenta que “deje de gobernar para los negros”, es aquella que brota de la propiedad privada del suelo. La figura del productor está fuertemente asociada a la noción de trabajo como tecnología moral: es el inocente ciudadano que no se deja “acarrear” por un choripán y que enfrenta, con dignidad, el carácter confiscatorio de una medida que busca recortar su fabulosa ganancia para incrementar “la caja”. El estribillo en torno a la figura del “autoconvocado”, el que asiste a los piquetes de esos productores que son la sustancia misma de la patria sin ser conducido por la limosna miserable del clientelismo político, revela que el trabajo como tecnología de poder, el trabajo como sustrato material de la construcción de cuerpos normalizados para su consumo productivo en términos capitalistas, constituye una divisoria de aguas fuertemente convocante para comprender los modos en los que se construye la legitimidad social que requieren acciones de carácter delictivo para algunos, y legítimas para otros.
Esta personificación del productor paciente y minuciosamente construida por la inmensa mayoría de los medios de comunicación fue la que les otorgó una legitimidad objetiva a los más de tres meses de cortes de rutas, y a los efectos colaterales que conllevaron tales acciones, que otras identidades sociales, pertenecientes también al mundo del trabajo y de la producción, no hubiesen concitado jamás. La reificación del sujeto que produce, en este caso, es inescindible de su atribuida condición de propietario, para quien puede ser legítimo –y poco importa si es legal– cortar tres meses una ruta para enfrentar el supuesto carácter confiscatorio de una determinada medida. De este modo, y en principio, se podría decir que la fuente de legitimidad de una acción social determinada descansa no sólo sobre su normalizada aceptación, sino también sobre el carácter social de los sujetos que la ejecuten.
Así, el poder social del dinero separa con su inobjetable frialdad a los productores-propietarios-legítimos de los que no lo son. La fuerza material de los propietarios de la tierra encuentra en la patria el vértice de apoyo de su identidad moral, así como también la pretendida legitimidad de sus acciones. A punto tal de forzar la problemática relación entre la legitimidad y la legalidad de las acciones sociales hasta límites insospechados meses atrás. ¿Por qué motivo, si no, los adláteres del derecho y la Constitución poco y nada dijeron respecto de los piquetes cuyo objetivo tuvo como resultante producir un desabastecimiento masivo de bienes de consumo para hacer tronar el castigo del escarmiento, por haber osado restringir una renta extraordinaria? ¿Creerá esta buena gente la fantasía de la igualdad ante la ley cuando cortar una calle para volver visible la existencia social de los desposeídos es delito y los más de cien días de desestabilización a un gobierno elegido en elecciones libres es “resistencia federalista”?
Es necesario dar un debate acerca de cómo se normaliza el discurso de la guerra entre aquellos que ejercen “legítimamente” sus derechos en defensa del monopolio de la propiedad privada y del lucro capitalista. Hace treinta y un años, cuando la Sociedad Rural saludaba en una solicitada el primer año de la dictadura militar, la clase poseedora reaccionaba, ante lo que también consideró una agresión, construyendo un genocidio. Por este motivo, nuestras diferencias sustanciales pueden ser dejadas para más adelante.
* Doctor en Sociología de la Universidad París I-Sorbonne.
Investigador UBA-Conicet.
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