Martes, 15 de septiembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Luis Bruschtein
Cuando se aprobó la ley que anuló el Punto Final y la Obediencia Debida –el reclamo más fuerte del movimiento de los derechos humanos durante muchos años–, entre los diputados que no la votaron hubo uno de izquierda: Luis Zamora. El argumento por el que se negó a hacerlo fue que muchos de los que sí la votaban lo hacían por oportunismo, porque nunca antes habían dicho ni “mu” por los derechos humanos. Entonces él, que sí había sido un hombre comprometido con esa causa, se negó a votarla.
El proyecto de anulación no era “K”, y podría decirse que tampoco de Patricia Walsh, la diputada de izquierda que lo presentó. En un sentido histórico, se trataba de un reclamo del movimiento de derechos humanos, recogido primero por Walsh y luego respaldado por Néstor Kirchner. Y si no se votaba en ese momento, con el gobierno apenas asumido, frente a las presiones del establishment que ya se expresaba duramente en La Nación y pese a la renuencia de varios diputados del PJ todavía muy influenciados por el ex presidente Eduardo Duhalde, esa ley no se hubiera votado nunca.
El proyecto de ley de servicios audiovisuales que se está discutiendo ahora ha sido bautizado “Ley K”, como si hubiera salido de la cabeza de cuatro políticos encerrados en un cuarto. En realidad, esta ley constituyó siempre el reclamo más importante del ámbito de las radios comunitarias y la comunicación popular. Hubo un largo proceso de discusión y debate al que se fueron sumando otros sectores populares así como intelectuales vinculados con el tema. A lo largo de varios años hubo cientos de reuniones en la CTA, en la UBA, en fábricas recuperadas y en centros cooperativos. Así se elaboraron primero los 21 puntos y luego un proyecto de ley que los contenía. La culminación de ese proceso de discusión tenía que ser necesariamente el Parlamento nacional.
La ley pretende eliminar los resortes autoritarios que se heredaron de la ley de la dictadura, incorporar las nuevas tecnologías, abrir el espacio a nuevos operadores y regular lo que desreguló el gobierno menemista que favoreció el surgimiento de los grandes carteles multimedia. Mal que les pese a sectores de capas medias urbanas que se expresan ahora con un antikirchnerismo pueril, y a los grupos políticos que representan a estos sectores, el mérito de Cristina Kirchner ha sido recoger un reclamo que surgió de abajo.
Pensar que la ley es propiedad de un grupo o partido oficialista u opositor, o que surge de la pelea del Gobierno con Clarín, sería caer en el mismo error que Zamora con la anulación del Punto Final y la Obediencia Debida, y negar el proceso histórico de un movimiento social muy diverso, vinculado con la comunicación popular que se ha expresado con mucha claridad en las audiencias públicas de la semana pasada. Cuando se está discutiendo este proyecto de ley, no se está discutiendo con el Gobierno, solamente, sino con todo ese nuevo movimiento social que es un emergente de los fenómenos que se han ido produciendo en la Argentina en las últimas décadas, que fue mutando hacia una sociedad de la información sin encuadre ni conciencia institucional y política. El otro interlocutor son las grandes empresas, que también son expresión de esos fenómenos.
Ese movimiento social tan variado que se escuchó en el Congreso –desde gremialistas hasta directores de cine, desde locutores hasta comunidades indígenas, desde actores hasta periodistas, maestros y cooperativistas de todo el país– es el gestor real del proyecto de ley. Cuando se simplifican los argumentos y se habla de “ley mordaza” o de “negociados escandalosos”, se está hablando de todos ellos en términos ofensivos, es una descalificación humillante y de gran soberbia porque desprecia el esfuerzo de todos estos años de discusión y movilización permanente que permitieron instalar el tema.
Algunas veces, estas descalificaciones forman parte de la vertiente careta de la política, para satisfacer a ese voto opositor visceral. Pero sería importante que se escuche con más respeto a estos actores anónimos, de pequeños y esforzados emprendimientos pero de gran vocación comunitaria y que están comprometidos desde hace mucho tiempo con la democratización real de la comunicación porque la antigua ley les cerraba las puertas. Lo hicieron sin ley que los protegiera y contra la corriente de los procesos de concentración. Ellos fueron los primeros en tomar conciencia del tipo de sociedad que se avecinaba con los medios ocupando espacios cada vez más decisivos y a pesar de eso dieron una pelea desigual. Muchas veces fueron cerrados y otras les incautaron los equipos.
El proceso de discusión de esta ley tuvo su origen en esos protagonistas y en esa historia, una historia cuya épica se agranda cuando se toma conciencia de la importancia que adquirieron la comunicación, la información y los medios en las nuevas sociedades.
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