EL PAíS › “APRENDI MUCHO EN LA CARCEL, AUNQUE LE PAREZCA MAL”

La mujer que fue regalada bajo un puente

Por M.D.

Los ojos de Arminda parpadean rápido cuando se emociona, no quieren hacer agua. Dice que no sabe por qué, por qué siempre tuvo esa mala suerte. “Mire –dice desesperada y se levanta la pollera hasta la rodilla–, acá se ven las marcas de los cigarrillos que mi papá me apagaba en las piernas.” Y sí, están ahí las aureolas marrones sobre la piel blanca y la expresión vacía de quien tiene que aprender a resignarse cuando dice que todavía sigue viendo a “Hugo, al papá de mi nenito muerto”. ¿Por qué hacerlo cuando él la ha maltratado tanto? Arminda se encoje de hombros y una mueca le tuerce la boca. “¿Y qué quiere que haga? Si no lo veo me da palizas, o viene acá y se la agarra con mi mamá, con mi sobrino, con todos. Lo mejor es que yo acepte, total, es el mal menor.”
Su cuerpo no le pertenece del todo, está enajenado por ese hombre que la golpea como antes estuvo bajo el poder de su padre. “Mi papá me regaló a mí. Mi marido me pidió y él dijo que si quería llevarme abajo de un puente que no le importaba”. Y Miguel, su primer marido, se la llevó. Y enseguida empezó a parir y a criar hijos. Le hubiera gustado tener una familia chica, dice. Pero el único método para evitar los embarazos que conocía era la abstinencia, y eso, dice, no dependía de ella. Cuando tuvo al quinto niño le ofrecieron píldoras en el Hospital, pero su marido no quería que las tome. “Eso lo hacen las putas, me dijo.” Claro que él no estuvo cuando parió su sexto hijo en casa de su madre. Iba y venía al principio, dice Arminda, con el tiempo dejó de volver.
El piso de tierra del rancho de Rosa y Arminda está perfectamente barrido y apisonado. Tiene tres dormitorios, uno destinado a los chicos ausentes, con la mayoría de sus pocos juguetes y un cochecito que nadie usa. No hace mucho que tienen el baño, un pozo ciego alejado de la casa sobre el que se echa cal para evitar los olores. Antes no había ni siquiera eso, el campo es generoso y en su horizonte se perdían Arminda y sus cinco hermanos, cuando vivían juntos, para enterrar sus excrementos. Por eso es que cuando menstruó por primera vez, ella creyó que se había lastimado con un palo al agacharse. Nadie le había explicado del ciclo de las mujeres y no se animó a preguntarles a sus hermanas. Como era la más chica, dice, también le pegaban. Atinó a correr hasta lo de una tía, en su casa el padre podría castigarla si se enteraba. “Ella no me explicó mucho, me dijo que era normal y que me iba a pasar todos los meses. Me dio un algodón y listo.” Eso fue todo, ni siquiera pudo compartir su sorpresa con sus compañeras de escuela, ya no asistía a clase, cursó sólo hasta sexto grado.
“Aprendí mucho en la cárcel, aunque a usted le pueda parecer mal. Pero ahí las compañeras me enseñaron hasta cómo tenía que hacer un escrito para que me escuchen. Porque todos me decían que ya iba a salir, pero eran puras promesas, como si fueran políticos”. Arminda no tiene vergüenza de lo que le sucedió, al contrario, le gustaría volver a visitar a sus amigas de prisión, Silvia y Josefa, porque ellas la ampararon y la trataron como a una igual. Ellas le salvaron la vida cuando intentó quitársela, dos meses después de que dejara de ver a sus hijos. “Al principio fueron a un instituto y de ahí me los llevaban para que me visiten. Era una felicidad estar juntos, la nena más chiquita no se me quería separar. Después me dijeron que era mejor que estuvieran con mi hermano, pero ahí no los vi más.” Después de ese intento de suicidio Arminda tuvo una entrevista con una psicóloga. “Me dijo que lo que había hecho era normal, por todo lo que me pasaba.”

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