Domingo, 18 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
Le agradezco a Jorge Lanata la respuesta a mi columna del domingo pasado “Se fueron todos”, porque me permite profundizar una cuestión significativa para la democracia argentina. Su opinión titulada “La nueva política” no tiene mucho sentido, pero por lo menos te hace reír, cosa que no ocurre con las señoras de distintos sexos que se escandalizan ante todo lo que ocurre desde sus columnas de la prensa escrita y audiovisual. Su propuesta de rebautizarme Cachorro es tan divertida como su descalificación de mis cálculos sobre la rotación de personal político como “el 0,6% del 1,5 elevado a la potencia Pi del coseno de 18”. Humor del bueno. Pero cuando terminamos de reírnos sigue en pie una cuestión de fondo: ¿hubo o no una profunda renovación política en los diez años vertiginosos que van desde la crisis de 2001? En un reportaje en una radio, en el que también habló de mí, Lanata rechazó el denominado “periodismo militante” y dijo que “a la propaganda se la contrarresta con información”. Estoy tan de acuerdo, que vengo haciéndolo desde antes de que él naciera. Cualquier posición política es respetable, pero ninguna exime de la deontología profesional. En eso consistía la columna que él quiso desdeñar, con el chisporroteo de la televisión o las tablas, donde se siente vivo. Sospecho que lo hizo sin demasiada convicción, sólo porque el motor más auténtico de su personalidad es la disputa, cualquiera sea el tema, el escenario y el interlocutor. Ojalá viva los años necesarios para aprender a distinguir lo esencial de lo accesorio. La única información que aportó fue que nueve ministros del actual gobierno ocuparon antes otros cargos nacionales, provinciales o municipales. Contestaciones instantáneas como ésta, disparadas por el mero gusto de la réplica, en medios livianos como el pasquín “Libre”, son eficientes para demoler a políticos culposos, que tienen cosas para ocultar y temen su ironía. Pero no sirven para debatir cuestiones importantes, con antagonistas informados. Los ministros son secretarios del Poder Ejecutivo, que es unipersonal. Ésa debe ser la unidad de cotejo. El poder que ejercen es delegado, por eso se dice que están a tiro de decreto, cosa que no ocurre con un diputado o un miembro del Congreso. Aun si Cristina fuera reelecta en octubre, como a Lanata le molesta, su mandato sería más breve que los de Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Felipe González en España o François Mitterrand en Francia (y con los dos últimos se quedaría corta incluso sumando el de Néstor Kirchner, como suele hacer la prensa militante). Respecto de los secretarios de Estado, nadie los recluta en los colegios. Llegan ahí luego de adquirir experiencia en cargos inferiores en otras jurisdicciones. Aún así, de los nueve miembros del gabinete que menciona Lanata, sólo Aníbal Fernández ya era ministro nacional en 2001. En realidad, con Carlos Tomada, son dos sobre los 16 que lo integran, o el 12,5 por ciento. Si el cotejo no se hiciera con 2001 sino con 2003, se les agregarían Alicia Kirchner y Julio De Vido, es decir 4 sobre 16, sólo el 25 por ciento. Una crítica válida sería la inexistencia de una carrera estable de administradores gubernamentales y la falta de una reglamentación efectiva sobre el acceso por méritos a la función pública, que en cambio cruje de parientes y amigos. Ese es un problema real, que se refleja en una baja calidad de la gestión, cualquiera sea el gobierno. Pero el grado de renovación de los cargos políticos en esta década ha sido uno de los más altos del mundo. El cuadro que acompaña esta nota lo compara con Estados Unidos, no porque me simpatice sino porque es una de las democracias más antiguas y estables del mundo, cuyo ordenamiento constitucional inspiró el nuestro. De los 434 diputados norteamericanos de hoy, 191 ya lo eran en 2001, y de 100 senadores de 2011, 44 ocupaban las mismas bancas hace una década. En ambos casos, esto equivale al 44 por ciento. Si además se toman en cuenta los 18 diputados de 2001 que ascendieron a senadores ahora, 253 de los 534 miembros de la actual Asamblea Legislativa ya la integraban hace diez años, nada menos que el 47,38 por ciento. Incluso hay algunos diputados reelectos desde 1955 y 1965 y senadores que ocupan su banca a partir de 1963 y muchos desde la década del 70. Para pensar bien lo que significa, es como si en la Argentina aún legislaran John William Cooke, Arturo Frondizi, Alfredo L. Palacios u Oscar Alende. Si se considera a los gobernadores de los 50 estados de la Unión, sólo uno ya lo era cuando George W. Bush llegó a la presidencia, es decir el 2 por ciento, y equivalen al 12 por ciento los seis gobernadores de entonces que hoy ocupan bancas en el Capitolio. Esa clase política, tanto más estable que la argentina, tiene un alto grado de subordinación a los intereses económicos y financieros, que aportan a sus campañas por vías legales e ilegales y que sostienen a los mayores medios de comunicación, aquellos que definen el canon de lo admisible. Es posible apartarse de esa ideología dominante, pero al costo de convertirse en un excéntrico o un marginal. Tal vez esto explique que en las elecciones presidenciales vote alrededor del 50 por ciento del padrón, porque el resto no tiene la menor expectativa de que sea posible cambiar algo. Recién cuando se presentó como gran novedad Obama, las ilusiones que despertó elevaron ese porcentaje casi al 62 por ciento. En esas condiciones, reclamar que se vayan todos sería una forma de propiciar que la política se reconectara con los intereses populares, como en los tiempos en que Abraham Lincoln decía en el Labor Day que “el capital es sólo el fruto del trabajo, y nunca podría haber existido sin la existencia previa del trabajo, que es el que merece la más alta consideración”, como recordó hace una semana el Washington Post. En cambio en las primarias argentinas de agosto pasó por el cuarto oscuro casi el 80 por ciento de los empadronados, reflejo de la recuperación del valor de la política, que ha dejado de ser el oficio de viabilizar las recetas del Consenso de Washington, de apertura, desregulación, privatización y desindustrialización, porque los gobiernos de ambos Kirchner se propusieron en forma activa mostrar “la más alta consideración” por quienes los eligieron y no por el capital. Hoy y aquí, la consigna “que se vayan todos” que postulan Lanata y Clarín, es la voz de orden de la antipolítica. Lo sepan o no quienes la resucitan, implica preferir que las decisiones las tomen los poderes fácticos, con sus consecuencias de empobrecimiento colectivo, desempleo, violencia y represión. A todo eso le dijo no el voto popular el mes pasado. Uy, cuánta información. Qué aburrido se puso esto. Esperá la respuesta de Jorge y nos reímos de nuevo.
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