Domingo, 20 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Mario Wainfeld
La “caja” siempre fue objetivo y obsesión de los gobiernos del Frente para la Victoria (FpV). No sólo como asignadora de recursos, sino también como herramienta de poder. Confrontar con los poderes fácticos con caja robusta es una cosa, intentarlo con los bolsillos flacos, el preludio de una derrota.
En la reciente batalla del dólar se corroboró una vez más el paradigma. El Gobierno tomó una decisión razonable: atemperar la demanda creciente y la especulación de la City. Apeló a herramientas imperfectas, previó mal las reacciones. Subió al ring mal parado, se comió unos cuantos golpes. Pudo recuperarse porque tenía reservas y liquidez, logró frenar la estampida cuando (casi literalmente) colocó un montón de dólares en la vidriera.
Las reservas en el Banco Central, los superávit no son cifras para mostrar orondos en simposios internacionales. Son instrumentos para desplegar determinada política económica. Mientras se pudo, el oficialismo eligió subsidiar a manos llenas y adquirir combustibles a precios crecientes. El crecimiento convalidaba el gasto, ésta era su teoría, discutida desde otras tiendas, que derivó en resultados que la mayoría de la sociedad (en la crucial instancia del voto) valora como positivos.
Los subsidios universales, en el imaginario kirchnerista, fueron motor de la reactivación, el crecimiento del PBI fundado en el mercado interno, la reactivación de capacidad instalada ociosa, la baja enorme del desempleo. En una suma algebraica (todo en la vida tiene sus más y sus menos, lo sustancial es el resultado) ese flanco del “modelo” daba bien.
La lectura oficial, que recoge tardía pero activamente críticas opositoras y también “del palo”, es que se atraviesa un nuevo estadio. La masa de subsidios es exagerada para la coyuntura, absorbe fracciones crecientes del presupuesto. Podarla es la consecuencia lógica, interesante y enmarañado el modo de ponerlo en práctica.
Las dos primeras tandas de beneficiarios que deberán pagar desde ahora aglutinan usuarios ricos y poderosos. Grandes empresas o particulares que viven en zonas cinco estrellas. Imposible la discusión, el pataleo, cercenada toda hipótesis de cacerolazos en Barrio Parque. La medida tiene un contenido simbólico irrefutable, se arrebatan banderas a “los otros”. Su impacto económico es pequeño respecto de la masa total de subsidios pero, concuerdan tirios y troyanos, se eleva a miles de millones de pesos. No es una bicoca.
El segundo tramo apela a la conciencia o, al menos, a las manifestaciones escritas de usuarios particulares. Se habilitará un registro para quienes quieran darse de baja explícitamente del beneficio. Casi se diría una medida con tufillo a chicana. La intuición del cronista profano concuerda con la mirada de funcionarios avezados: los que renuncien de esa forma serán una minoría tan vistosa cuan irrisoria numéricamente.
Otro punto es más peliagudo: se repartirá un formulario en hogares de ciudadanos-usuarios. Las declaraciones de los funcionarios se contradicen respecto de la masividad de la primera tanda, hay quien afirma que se focalizará en barrios medios-altos. Esa discriminación no es sencilla, en la sociedad argentina. Ni se sabe cómo estará redactado el formulario. El cronista no quisiera estar en los zapatos de quienes deban confeccionarlo: alimentará discusiones y críticas por doquier. El error acecha a acciones tan masivas e inéditas.
Como fuera, perderán el subsidio quienes no reclamen su continuidad sea escribiéndolo, sea de modo tácito si no integran el formulario. La operatoria roza un peligro, que son casos de mala información o falta de competencias de los consumidores.
Los que exijan el subsidio estarán expuestos a cruzamientos de datos por la AFIP. El Estado puede dar de baja a quienes considere solventes para hacerse cargo del pago total de la tarifa. La reglamentación respectiva, el establecimiento de parámetros precisos, suenan de por sí endiablados. Para qué hablar de los recursos ulteriores de damnificados, de intervenciones de ONG representativas de consumidores y otros jugadores de una sociedad civil muy vivaracha.
En todo caso, el gobierno avanza con lo sencillo e irrefutable. Respecto de los renunciantes hace como un cazador optimista que ve una bandada de patos volando, dispara varias perdigonadas al aire y espera que caigan muchos. ¿Ocurrirá esa conducta, exótica, en el contexto de una amplia aceptación del Gobierno? Este escriba es escéptico, aunque reconoce que sería un golazo para el oficialismo si hubiera una respuesta de corazón y conciencia social a una apelación al bolsillo. Muy golazo, a fuer de difícil.
En un trance de cambio de elencos, los funcionarios de hoy pueden no estar después del 10 de diciembre, tal vez eso explique vacilaciones y falta de precisiones. La medida tiene, a no dudarlo, un componente de urgencia e improvisación. Posiblemente en el Gobierno no haya certeza acerca de cómo seguir.
De momento, pisa sobre seguro. Los primeros subsidios mochados mejoran algo la caja, emiten una señal. Y se alisa el terreno para ampliaciones mucho más polémicas.
En el discurso se habla de equidad, que es palpable en las acciones ya realizadas y más vidriosa ante una casuística de millones de personas. En verdad, el objetivo es mejorar la ecuación presupuestaria.
En la reglamentación para compraventa de divisas se adujo un objetivo fiscal, de control. Lo había, pero el primer afán era meter trabas a los compradores.
Fomentar siempre la intervención de la AFIP (o puramente anunciarla como disuasivo) es una táctica que se repite, un modo de alertar a contribuyentes evasores. Un mensaje para inducir a blanqueos de capitales.
En definitiva, la caja K jamás engordó principalmente por cercenar los gastos sino por recaudar mucho. Hay reformas impositivas pendientes que podrían ayudar a redondear ese círculo, habrá que ver si el oficialismo palia largas demoras en ese aspecto.
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