Las elecciones presidenciales en el vecindario arrojaron una seguidilla impactante de victorias de gobiernos progresistas, de variopinta intensidad pero todos ubicados a la izquierda de los challengers en el segundo puesto. Chile, Venezuela, Bolivia, Uruguay, Brasil, Ecuador. La lista es imponente, su significado se subestima o se jerarquiza mal: lo fundante es la continuidad, las peripecias son secundarias, lo que no se equipara a desdeñables.

El proceso electoral en Brasil puede servir como un ejemplo didáctico para meditaciones que lo trascienden. La presidenta Dilma Rousseff fue reelecta y el PT eslabona su cuarto mandato consecutivo. En los libros de historia por venir ese será el dato básico. El análisis explica la vigencia de la fuerza que lidera el ex presidente Lula da Silva, no es tan peliagudo captarlo. Las vicisitudes de la campaña abundaron en presagios de derrota. Por un ratito digno de Andy Warhol se supuso que Marina Silva pegaría un batacazo ayudada por un imponderable trágico: la muerte de un candidato en un accidente aéreo. La profecía, fundada en sondeos “indubitables”, se hizo trizas. Se aseveró entonces, con los mismos elementos-base, que el centroderecha brasileño ganaría en la segunda vuelta, con Aécio Neves como paladín. Podía fallar, caramba: falló.

Es válido sospechar y denunciar que medió manipulación en las predicciones y las encuestas. Seguro que fue así. El cronista agrega una suposición, extensiva a otras facetas de la realidad. La cobertura cotidiana, la proyección indebida de indicadores coyunturales empacha y desequilibra la mira. La sobredosis de mediciones cumple un rol semejante al de aquellos artefactos que toman la presión arterial en lapsos muy breves. Una marca parcial puede suscitar conclusiones estrambóticas, proyectadas en demasía. Más aún, quien lee su marca momentánea y se percata de que es altísima puede ponerse nervioso. La presión le subirá, ocurrirá una variante de la profecía autocumplida... un objetivo recurrente de los medios.