Martes, 4 de abril de 2006 | Hoy
Miembros de la comunidad boliviana vinculados con las textiles reclamaron el fin de las clausuras frente al gobierno porteño. Luego marcharon a Parque Avellaneda, donde tiraron huevos a una cooperativa que viene denunciando casos de explotación laboral.
“A mí las inspecciones ya me están perjudicando. Hoy no pude trabajar, y si no trabajo, no me pagan. Mi hijo, mi estómago y el pago del alquiler de la habitación no esperan”, decía ayer por la tarde a Página/12 René. El es costurero y uno de los integrantes de la comunidad boliviana afectado por el cierre de los talleres textiles que fueron blanco de inspecciones del Gobierno de la Ciudad o que frenaron sus tareas por temor a las clausuras. Parte de los bolivianos que se ocupan en el rubro textil, ya sea como dueños de talleres o como operarios de máquinas de coser, reclamaron al gobierno porteño un plazo de seis meses para adaptar los lugares de trabajo a la legislación vigente. Además, pidieron que las exigencias en cuanto a condiciones de seguridad sean más permisivas y se quejaron del precio que les pagan los fabricantes, aquellos que les encargan la confección de las prendas. “Nos pagan 1,20 peso por cada prenda y ellos las venden a 30 o 40 pesos”, se quejaban. Talleristas y costureros también apuntaron contra Gustavo Vera, quien dirige el Centro Comunitario La Alameda y ha realizado denuncias por la forma en que los inmigrantes bolivianos trabajan en los talleres (ver aparte). “Es un mentiroso”, aseguraron.
Los reclamos empezaron frente a la sede de la Jefatura de Gobierno porteño. Hasta allí fue por la mañana un grupo de organizaciones que agrupan a talleristas –dueños de las textiles– para presentar un petitorio. “Estamos pidiendo que haya un proyecto de ley para que nos permitan regularizar los talleres y el trabajo en negro”, afirmó a este diario José Sánchez, vicepresidente de la Asociación de Residentes Bolivianos en la Argentina. Según explicó, la actual reglamentación les exige “26 requisitos” que “son muy difíciles de cumplir, como tener ocho salidas de emergencia”.
Al conflicto le sobra complejidad. Se trata de una cadena en la que los cambios son un eslabón que afecta irremediablemente al siguiente. El punto más alto en la escala de intereses lo ocupan los fabricantes, en su mayoría –según indican talleristas y empleados– pertenecientes a la comunidad coreana y que son quienes llevan a los talleres las telas para elaborar las prendas. Los talleristas corren con los costos de alquiler, maquinaria e hilo, y, claro, consiguen la mano de obra: los costureros. En algunos casos, los costureros viven en los mismos talleres. En otros, trabajan con “retiro”, por lo que cada noche regresan a sus casas.
Un hombre que trabaja en su propio taller junto a sus dos hermanos dice conocer el negocio y critica principalmente a los fabricantes. “Un coreano cobra en vidriera entre 30 y 40 pesos cada prenda y a nosotros nos pagan monedas, 1,20 por cada una. Lo justo sería que nos paguen un 22 por ciento del precio al que las venden. Ellos son los explotadores, los grandes fabricantes que evaden impuestos”, indicó con un enojo cercano a la discriminación.
A la tarde, la manifestación de la comunidad boliviana se trasladó a Parque Avellaneda. Se agruparon en la esquina de avenida Directorio y Lacarra, frente a la sede del Centro Comunitario La Alameda. En el lugar repudiaron a Gustavo Vera, dirigente del centro, por haber denunciado que en los talleres textiles de la comunidad los trabajadores son explotados, que se encuentran en condiciones de semiesclavitud y que son maltratados. “Vera es un mentiroso. Dice que tiene representatividad pero juntó a cinco bolivianos a los que les paga, nosotros somos más de diez organizaciones”, reclamaban, algunos envueltos en su bandera.
Poco a poco, la fachada del local de La Alameda fue redecorada a fuerza de huevazos y tomatazos. Debajo de su toldo verde, pegados en las ventanas, se leían carteles que pedían “Basta de trabajo esclavo” y “Justicia para las víctimas del taller de Luis Viale”. Más allá de la vereda, un cordón de la Guardia de Infantería intentaba proteger la esquina de los manifestantes. Por encima llegaron a volar algunos palos y botellas de plástico vacías. Y tal vez por las doce horas que llevaban en la calle los encargados de la seguridad, se escapó un disparo de balas de goma que dio contra el asfalto.
“¡Que saquen el cartel! ¡Que saquen el cartel!” A los gritos buscaban que se bajara un letrero que identifica al centro comunitario y que muestra la bandera argentina unida a la boliviana. Desde el punto de vista de los que estaban en la calle, “ni Vera ni su Unión de Trabajadores Costureros tiene derecho a usar la insignia de Bolivia” porque “usa políticamente a la comunidad boliviana”. “Hay trabajo esclavo, pero no en la magnitud que salió en los medios”, reconocía a través de un megáfono Rolando Nogales, uno de los representantes de las organizaciones de la comunidad.
Sonia trabaja en un taller con 18 costureros. Ella es de La Paz y desde hace cinco años viene por temporadas a Buenos Aires, “cuando hay trabajo”. Desde el viernes pasado no puede trabajar y ayer fue a Parque Avellaneda. La preocupación por el futuro se le vuelve inocultable. “Yo no quiero parar. Necesito trabajar, si no quién les va a dar de comer a mis hijos. Tengo tres y soy la madre y el padre.” Explicó que es madre soltera y que por eso “sólo” cose “de 8 a 8.30 de la noche, para poder atender a mis hijos. Pero algunos trabajan más horas por propia voluntad”.
Las historias de inmigrantes llegados cargados de necesidad de trabajo son la constante. Como la de Roger, que en el ’92 llegó a la Argentina cuando había finalizado su tercer año en ingeniería industrial. Sus primeros trabajos fueron en el rubro textil. “Hay mucha competencia, incluso entre los mismos talleristas, para ver quién puede hacer el trabajo más barato –contó–. Algunos trabajan con cama (duermen en los talleres) para ganar unos pesitos más, porque vienen con la idea de mejorar económicamente.” René, un costurero, completó la idea: “Lo mismo pasa con los choferes de taxis o de colectivos, que hacen horas extras. No es por obligación, es por voluntad propia”.
Jenny es tallerista, tiene cuatro máquinas y 18 años de residencia en el país. “Los fabricantes nos exigen mucho y nos pagan centavos. Los coreanos vinieron el sábado a la madrugada para llevarse la ropa. No les importó que estuviera a medio terminar. No querían que los inspectores llegaran a ellos. Yo tengo bronca –dijo–. Sufrimos toda clase de atropellos, a mis hijos los discriminan en la escuela.” “Estamos mal vistos y mal pagos”, se lamentó.
Informe: Lucas Livchits.
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