Martes, 16 de enero de 2007 | Hoy
Embarazadas que trabajaban hasta el último día y niños de 14 y 16 años, empleados en los talleres contratados por Cheeky, en el relato de los costureros.
Máximo y Haydée miraban perplejos los precios de la ropa en vidriera. Junto a sus hijos, de 6 y 8 años, la joven parejita había aprovechado la única tarde libre para ir a comprar una de las remeras que todos los días confeccionaban en el taller. De una manera cruel –fue su propio jefe el que les recomendó que fueran a comprar a ese negocio– el matrimonio de origen boliviano se enteró del abismo que existía entre lo que a ellos le pagaban por la prenda –entre 20 y 80 centavos– y lo que costaba en el punto de venta, donde no bajaba de los 30 pesos. “No te imaginás la sorpresa que fue para nosotros ver eso”, cuenta Haydée Tola, mientras acuna a su beba de tres meses. Ellos trabajaron en los talleres proveedores de la empresa de ropa infantil Cheeky. Sus testimonios, junto a los de Milton Olguera y Olga Sucasaka, son la base de la denuncia que se presentará en las próximas horas contra la firma de indumentaria por el empleo de trabajadores en negro.
La buena suerte de esta familia que vive en el barrio porteño de Flores desde hace tres años se terminó el día en que a Máximo Quispe Nina, de 28 años, se le ocurrió reclamar un aumento de sueldo a Hernán Panoso Uriona, dueño y encargado del taller que funciona en Joaquín V. González 345. Desde septiembre 2004 hasta noviembre del año pasado, ellos nunca supieron de beneficios sociales, aportes jubilatorios ni feriados. Sólo sabían que la hora se pagaba 2,70 pesos y que cada 15 días camiones de la empresa Cheeky retiraban la producción.
“Entrábamos a trabajar a las 7. Nos daban un pedazo de pan como desayuno. La jornada terminaba a eso de las 10 de la noche, pero de vez en cuando seguíamos hasta el amanecer, más si estábamos cerca de la fecha de entrega”, relató Quispe Nina. El conflicto surgió cuando nació su tercera hija, Elsa. “Les reclamé que tenían que pagarme por cada hijo y que me pusieron en blanco y me despidieron”, revivió Máximo en una entrevista con Página/12 en el salón de la cooperativa de La Alameda, en Parque Avellaneda.
Milton Olguera, de 26 años, también corrió la misma suerte. Lo despidieron por faltar a la media jornada de trabajo de los sábados. Llegó a la Argentina hace seis años y el último tiempo estuvo en el taller. Ingresó porque lo había recomendado un amigo que sigue sufriendo las largas horas de trabajo en Hortiguera 1885, a cargo del ciudadano coreano Kwak Sin Yong. “Trabajaba 13 horas por día. Teníamos un descanso de 10 minutos para almorzar, y otros 10 para merendar”, contó.
Milton sabía muy bien que trabajaba para la empresa Cheeky y de la diferencia abismal que existía entre lo que ganaban por confeccionar la ropa y su llegada a consumidores de clase media y alta. “Una remera simple se paga 20 centavos y se vende a 30 o 32 pesos”, ejemplificó. “No pueden negar la existencia de los talleres. La empresa avala esto porque el costo de producción es más beneficioso al tener gente en negro”, explicó. El ganaba por mes unos 800 pesos. Con ese dinero, ayudaba a su familia y pagaba el alquiler de una habitación en una villa de Flores. Similares salarios cobraban los otros 40 trabajadores del taller, entre los que habían sido reclutados tres chicos.
Los bajos costos no sólo pasaban por los sueldos. Tampoco se cumplía con las mínimas condiciones de seguridad si ello representaba un aumento de los gastos. “Había sólo un matafuego que estaba vencido y no tenía manguera. Había poca iluminación y casi sin ventilación”, describió el operario.
Peores condiciones registraba el taller de la calle González hasta noviembre del año pasado, cuando Máximo y Haydée todavía trabajaban allí. “Los cables de electricidad colgaban por todos lados. Las máquinas de coser no estaban distanciadas. Había dos baños para 60 personas”, enumeró Quispe Nina. Su esposa tuvo que soportar las náuseas y malestares propios de su embarazo al frente de la máquina porque si se retiraba era despedida. “Estuve hasta último momento trabajando. Yo le pedía irme a mi casa cuando me sentía mal, pero me amenazaban con que me iban a despedir”, contó.
Ellos supieron mucho tiempo después para qué empresa trabajaban, de una manera cruel. En un primer momento se enteraron al ver los precios de la ropa en vidriera. Luego conocieron a fondo la relación entre el taller y la empresa cuando Máximo fue ascendido en su puesto. “No tenía idea de que trabajaba para esa empresa hasta que me pusieron de encargado. Así vi los remitos, los talles y etiquetas de la marca”, explicó. Con ese nombramiento quedó a cargo de los 60 empleados que trabajaban en el taller. Entre ellos, había mujeres embarazadas y chicos de entre 14 y 16 años. “El encargado siempre nos trataba mal, nos insultaba y gritaba. Cuando me ascendieron me instruían para que los tratara igual a mis compañeros. Yo siempre me oponía”, contó.
Lo que a Máximo y Haydée los tranquilizaba era que sus dos hijos estaban seguros. Por el precio de 150 pesos por cada niño, la tía del encargado del taller, “doña Georgina”, que vivía a una cuadra del lugar, cuidaba y alimentaba a sus hijos. “Necesitábamos trabajar. No nos quedaba otra”, contó Haydée.
Olga Sucasaka todavía no puede creer que se haya animado en noviembre del año pasado a una cámara oculta para colaborar con la investigación. Con el equipo de producción del programa CQC, Olga junto a otro ciudadano boliviano se acercaron en la sede central de la marca, en Cuyo 3040, en la localidad de Martínez. Se presentaron como una pareja dueña de un taller clandestino interesada en confeccionar prendas para la empresa, relató Olga.
Luego de pasar tres instancias de control, la pareja se entrevistó con la jefa de producción de la firma, a quien le trasmitieron su propuesta. La empleada, de nombre Carina, les pidió que trajeran tres prendas de muestra y anotó su teléfono, pese a que ellos le advirtieron que algunos empleados no tenían documentos.
“La rabia fue la que me movió a participar. Quiero que todo esto se esclarezca. Yo no trabajé para talleres de Cheeky, pero cuando vine hace tres años a la Argentina trabajaba 18 horas en un taller que fue clausurado porque no tenía los papeles al día”, contó. La cámara oculta nunca fue transmitida “por razones técnicas”. Así se excusó la productora del programa con los ciudadanos bolivianos que pensaron que de esa forma podían ayudar a otras personas en la misma situación.
Informe: Elisabet Contrera.
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