EL PAíS › DESPLIEGUE POLICIAL EN MONTEVIDEO
Saqueos aislados
La conmoción por los saqueos seguía ayer en Uruguay. El gobierno desplegó a la policía, con el respaldo de helicópteros de la Fuerza Aérea, para desalentar nuevos ataques a comercios, con relativo éxito. Hubo episodios aislados, aunque la tensión dominó Montevideo. Los comercios del centro y de barrios periféricos cerraron después del mediodía por indicación de las fuerzas policiales.
Uno de los saqueos que se produjeron ayer, aunque de intensidad menor a los del día anterior, fue en el barrio Casabó, en los suburbios de Montevideo, uno de los más castigados por la recesión. Al mediodía, cuando los alumnos de la escuela Bartolomé Hidalgo se encaminaban a las aulas dispuestos a recibir su almuerzo, se enteraron de que las clases estaban suspendidas. Presenciaron los últimos roces entre la policía, lanzados en persecución, y los saqueadores en retirada de un humilde almacén de barrio.
No había tanto para llevarse del local, un puesto anexo a una casa, con techos de lata y barrotes de metal cubriendo la fachada. Como los demás comercios de la zona, la tienda apenas supera la escala de una sencilla tienda familiar. Se llevaron algunas cervezas, que era lo único para manotear a través de las rejas.
“A lo que hemos llegado. Antes la mayoría de la gente trabajaba en la construcción, eran albañiles y de otros oficios. Ahora no hay trabajo y está todo el mundo mal. Los negocios no marchan. No camina nada. Y ahora hay hambre”, dijo Líber Sánchez, un vendedor de treinta años que comercia ropa de cama en una feria callejera del barrio. “Nos enteramos que estaban saqueando otro almacén y bajamos las persianas. Casabó era un barrio de obreros. Ahora son todos malandras. El barrio cambió. Vino gente de malvivir y la gente buena se tuvo que ir”, agregó Rosario, la dueña del local.
“Estas situaciones se contagian. (Los saqueadores) ven que es más fácil sacar comida de un supermercado que trabajar”, sostuvo. Las sirenas de la policía anunciaban el veloz paso de un patrullero en medio de un revuelo de delantales blancos de los escolares, que por la tarde tenían previsto hacer un paseo al zoológico de la ciudad. Blanca Suárez, abuela de Antonella, una de las chicas que se quedó sin excursión, era más contemplativa con los saqueadores que la dueña de la farmacia: “Yo no lo haría, pero bueno, cada cual hace lo que quiere. Yo no estoy en contra de nadie. La gente está muerta de hambre, qué querés si no hay trabajo”.
Los chicos caminaban calle abajo rumbo a sus casas, llevándose la vianda que se aprestaban a comer en la escuela. Las mandarinas, el postre del día, estaban en manos de todos. A unas cuadras del almacén Etiopía, frente a una plaza, el centro de asistencia médica del barrio, el Policlínico Casabó, tiene sus propios dolores. Por allí no se vieron ni perseguidores ni perseguidos. No hubo corridas ni destrozos. Pero sufrió y sufre como el resto de la zona. Un cartel en la sala de espera aconseja sin vueltas que los niños elijan con atención el día de la semana en que se van a enfermar, pues de lo contrario no siempre serán atendidos: “Los martes no hay atención. No insista”.