Jueves, 18 de octubre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Luis Bruschtein
Cuando era chico tenía la sensación de que Castelar estaba muy lejos de las rutas principales. En esa época, a mediados de los años ’60, nos juntábamos para estudiar en la casa de León Ferrari, como a siete u ocho cuadras de la estación. Una vez, Carlitos Spataro vio una de las torres de alambre que hacía León y preguntó qué era. Me parece que Pablo, uno de los hijos de León y compañero nuestro del Nacional de Morón, le contestó: “la torre de Babel” o algo así. Y Carlitos largó una carcajada tan contagiosa que nos pusimos a reír todos. Nos podíamos reír, pero al mismo tiempo esa casa llena de objetos de arte y sus mundos secretos que se nos permitía descubrir nos seducía poderosamente.
Todos éramos amigos de algunos de los hijos de León y Alicia: Marialí, Pablo y Arielito, o de los tres. Mis tres hermanos y yo teníamos edades correlativas con ellos así que íbamos seguido a esa casa en la que siempre había adolescentes aspirantes a hippies o rockeritos a los que Alicia ofrecía un té con masas impecable a la hora ídem. León ya había empezado a pelearse con el papa Paulo VI por la guerra de Vietnam y tenía guardado en un cuarto el bombardero con el Cristo crucificado junto a otras de sus obras. Y además, todos sabíamos, y nos parecía impresionante, que el papá de León, que para nosotros era el abuelo de los chicos, había sido constructor de catedrales.
Era una casa suburbana en el suburbio, el centro estaba lejísimos, nada se hacía con sentido de noticia en los diarios, sino con una pertenencia casi tribal, como se hace en los barrios. Así lo vivíamos de chicos, pero León en esa época pasaba por el Di Tella y comenzaba su batalla en Tucumán Arde, con la CGT de los Argentinos. Y en su casa también se exhibió más tarde, en forma clandestina, la película de Pino Solanas La hora de los hornos.
El tiempo pasó. Pasó el ’73 y llegó la dictadura. Arielito, mis hermanos, Pata Villa, Carlitos Spataro y otros chicos de aquel grupo de adolescentes fueron desaparecidos. León, Alicia, Pablo y Marialí marcharon al exilio en Brasil. Pablo se convirtió en un matemático brillante, Marialí, que es hipoacúsica, se recibió de psicóloga, y León, que había vuelto a sus estructuras de alambre, ganó la Bienal de San Pablo.
A la vuelta, nos encontramos en la ronda de las Madres, en la Plaza. Todo el afecto y la calidez de la casa de Castelar seguían en la mirada de Alicia, pero ahora también con el peso de un dolor insoportable por Ariel y por esos recuerdos. La casa del centro, a metros del Bajo, producía un efecto parecido a la de Castelar, llena de objetos de arte, animales exóticos, tipo sapos extraños o axolotls, algunos vivos y otros embalsamados, retablos medievales, reproducciones de cuadros renacentistas colgadas de las paredes o desbordando mesas y escritorios. Después del 19 y 20 de diciembre del 2001 inundó Internet con sus collages. Cuando empecé a publicar la revista Lezama, en esa época, le insistí para que hiciera los editoriales, pero no escritos, sino con sus imágenes. Me mandó varios CD con toda su obra: Bush jugando al fútbol con el planeta, cucarachas y ratas invadiendo el Congreso y la Rosada, calaveras y el águila rampante y muchas más.
León lleva sus 87 años con la lucidez, la frescura y el sentido de la ironía de un tipo sin edad, como fue siempre. Ganó el León de Oro de la Bienal de Venecia, la mayor distinción de las artes plásticas, pero ya hace varios años que los principales museos del mundo empezaron a comprar su obra. A él le agrada, por supuesto, este giro de los acontecimientos, pero nunca lo buscó o, por lo menos, nunca hizo la menor concesión para conseguirlo. Ese es un verdadero record.
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