ESPECTáCULOS › “POTESTAD”, UN NOBLE FILM DE CESAR D’ANGIOLILLO
Las pesadillas de la memoria
La versión fílmica de la pieza de Eduardo Pavlovsky profundiza el viaje interior de un hombre acosado por secretos de su pasado.
Por Luciano Monteagudo
No es la primera vez que el teatro de Eduardo “Tato” Pavlovsky llega al cine. Ya Rodolfo Kuhn se había animado en España con El señor Galíndez (1983), protagonizada por Héctor Alterio, y mucho después Fernando Solanas hizo, con el propio Pavlovsky como guionista y actor, una versión muy libre de Rojos globos rojos, que fue La nube (1998). Pero el desafío de llevar al cine Potestad siempre pareció mucho mayor, porque se trataba de poner en imágenes un espeso monólogo interior, un soliloquio en el que al protagonista se le van materializando los fantasmas más acuciantes de la memoria. Obsesionado con esa trasposición desde hace casi quince años, antes incluso de haber filmado su ópera prima, Matar al abuelito (1993), el montajista y director Luis César D’Angiolillo encontró, junto a su colaborador en el guión, Ariel Sienra, un mecanismo narrativo para resolver esa dificultad, un recurso que funciona también como una metáfora.
Todo en el film Potestad parece transcurrir en un único viaje en subterráneo, en el que los túneles y los desvíos aluden a los múltiples desvaríos de la mente paranoica del doctor Eduardo Martínez (el propio Pavlovsky), un hombre que parece ver en todo el mundo exterior a sí mismo un enemigo. La propuesta de la pieza original, que el film hace propia, es la de internarse en ese laberinto que es el subconsciente del protagonista, una suerte de dédalo que el film identifica con ese trayecto constante por un mundo hecho de sombras y de ruidos amenazantes, que despiertan su memoria emotiva.
No hay en Potestad un tiempo recto, lineal sino, por el contrario, una multiplicidad de tiempos presentes, superpuestos, que el espectador debe ir reconstruyendo como si se tratara de un puzzle. O como si, junto a ese hombre perdido dentro de sí mismo, se bajara en las distintas estaciones de sus recuerdos, para luego continuar con el recorrido. Ese camino del doctor Martínez desemboca en su secreto más terrible, que da la impresión de estar escondido en el rincón más profundo de su inconsciente. Para quienes ya conocen la pieza, no encontrarán ninguna sorpresa en ese final revelador, pero el espectador que llegue virgen al film no debería saber por anticipado ese secreto que la subjetividad del protagonista guarda tan celosamente.
Su mujer –materializada entre tres actrices distintas, que evocan distintas etapas de su vida–, su hija tan atesorada y fijada en el tiempo, sus amigos equívocos, su padre severo, todos se le van apareciendo a Martínez como si fueran espectros, que provienen de los años de plomo, cuando el terrorismo de Estado y la desaparición forzada de personas convivían con la algarabía del Mundial de Fútbol. El film logra aludir a todos estos hechos de una manera oblicua, sin necesidad de enunciarlos de manera flagrante, aunque ese recorrido del protagonista se vuelve un procedimiento quizá demasiado mecánico, reiterativo.
A su vez, encontrar dos tiempos diferentes en un mismo plano es una práctica nada nueva en el cine, desde La señorita Julia (1951), del sueco Alf Sjöberg, hasta La prima Angélica (1974), de Carlos Saura. Y la cámara de D’Angiolillo a veces se acerca demasiado a un actor que, sin duda, es capaz de cargar sobre sus espaldas con todo el peso del film, pero que también está formado en un lenguaje teatral que por momentos se hace demasiado evidente.
Hay, sin embargo, una nobleza esencial en Potestad, que está vinculada no sólo al tema que aborda sino a la manera de abordarlo, sin concesiones a la buena conciencia de nadie, arriesgándose a internarse en la subjetividad de un hombre como tantos, que parece no arrepentirse de nada de su pasado y, sin embargo, no puede librarse del sueño oscuro de la memoria.