ESPECTáCULOS › “LA CACERIA”, DE WILLIAM (“EL EXORCISTA”) FRIEDKIN
El regreso de un artesano
Por Horacio Bernades
En otras manos hubiera sido una de acción del montón. Con componentes fascistoides, para peor. En manos de William Friedkin –sobreviviente de tiempos en los que palabras como “cine” y “producto” no necesariamente significaban lo mismo–, La cacería es bastante más, aun con sus inconsecuencias. Que el realizador de Contacto en Francia, El exorcista y Vivir y morir en Los Angeles juega en una categoría distinta a la tropa de realizadores por encargo con que cuenta Hollywood hoy en día queda demostrado de entrada. La secuencia introductoria de La cacería es una pequeña clase de cómo manejar, en el contexto del cine de género, cuestiones esenciales de la gramática cinematográfica, desde el tratamiento del punto de vista hasta la administración del montaje, pasando por toda clase de sugerencias visuales. Por más que no toda la película mantenga el mismo nivel de puesta en escena, esos cinco minutos iniciales valen más que todas las Armaggedon, Pearl Harbor y El discípulo del mundo.
En el corazón de La cacería, en su abordaje del tema de la guerra, anidan varias de las preguntas que los Estados Unidos actuales no están precisamente dispuestos a hacerse y que van desde las razones del intervencionismo armado hasta la asunción de responsabilidades por parte de quienes mandan a matar, pasando por la proliferación de víctimas inocentes y el verdadero carácter de los llamados “comandos especiales”. Parte de un grupo de elite que en 1999 entra a sangre y fuego en Kosovo, Aaron Hallam (Benicio del Toro) cumple con su misión de asesinar a un genocida serbio, tras lo cual es relevado del servicio y hecho desaparecer de la vida pública. Acosado por sus pecados de guerra —que incluyen la muerte de niños inocentes—, ahora Hallam anda suelto por ahí, en los bosques de la Columbia Británica, atrapando y asesinando cazadores furtivos, tal vez como modo desquiciado de cobrarse la deuda.
El tipo fue entrenado para sobrevivir y el único que parece estar en condiciones de cazarlo es justamente su ex entrenador, L. T. Bonham (Tommy Lee Jones), a quien el FBI buscará para que los conduzca hasta Hallam. Para Bonham –un civil que tras prestar servicios para el ejército se dedicó a hacer justicia por mano propia, en defensa de la vida salvaje–, su discípulo representa algo así como un espejo oscuro, el doble negado, aquel que le recuerda su verdadera condición de partero de monstruos. Es en este punto donde Bonham funciona como una nueva encarnación del Popeye Doyle de Contacto en Francia, el padre Karras de El exorcista, el protagonista de Vivir y morir en Los Angeles. Tarde o temprano, todos ellos se ven enfrentados a sus dobles y de ese roce ninguno sale del todo limpio.
Como en sus películas canónicas, Friedkin jamás resuelve la cuestión de si Bonham y Hallam son héroes, asesinos o ambas cosas a la vez, transfiriendo la responsabilidad al espectador y poniéndolo en un lugar inusualmente incómodo para los actuales estándares hollywoodenses. Lamentablemente, una vez planteado el nudo moral de La cacería, el propio Friedkin no se muestra a la altura de la apuesta y el interés de la película se va disolviendo. Tras una persecución automovilística que aparece como el fútil autohomenaje de un realizador que elevó las persecuciones de autos a la categoría de gran arte, todo deriva a una cansadora, interminable lucha de titanes en medio de la naturaleza. Allí,maestro y discípulo jugarán el juego del macho dominante, trocando dilemas morales por simple testosterona y poniéndose más cerca de “Survivor” que de una película de William Friedkin.