ESPECTáCULOS › JUAN MANUEL TENUTA, PROTAGONISTA DE “VALHALA”
Una vida sobre el escenario
El actor uruguayo, que en la obra compone a un genocida nazi, repasa una trayectoria que lo llevó a transitar infinidad de registros.
Por Hilda Cabrera
Una familia de ideología nazi intenta pasar inadvertida en una isla del Delta. El padre, Hermann Straub, colaboró en su juventud con militares en hechos genocidas y la madre, ex pianista de cabaret ya fallecida, parece haber sido amante de un general nazi. Esta historia, que pertenece a la ficción pero guarda contacto con la realidad, se despliega en Valhala, pieza de Patricia Suárez que se ve viernes y sábados a las 21 en el Taller del Angel (Mario Bravo 1239), dirigida por Ariel Bonomi. El título proviene de la mitología germana. Designa a la residencia del dios Wodán (Odín), adonde son llevados por walkirias los caídos en el campo de batalla. Hermann es Juan Manuel Tenuta, destacable y creativo en cada uno de los numerosos papeles que compuso. Al iniciarse la acción, su personaje es un hombre de 85 años y con características semejantes a las de “muchos otros criminales de guerra que llegaron a la Argentina a partir de 1945”, según precisa a Página/12.
Tenuta encaró la escena a los siete años, y nunca se detuvo. Titiritero y payaso de circo, se enroló como marinero, lo que le permitió conocer América y Europa. Nació en Fray Bentos, entonces una importante ciudad portuaria de Uruguay. Debutó en un teatro de esa ciudad que hoy recuerda semejante a una Babilonia. Circulaban marineros y obreros de todo el mundo, ya que se necesitaba gente para trabajar: “Por ese puerto entraban y salían los grandes barcos, y la vida era compartida con ingleses, franceses, yugoslavos, griegos, turcos”, apunta. Su padre era sastre en el Teatro Colón, pero vio un aviso buscando gente de su oficio para Fray Bentos y decidió partir. “Era un puerto muy importante para los ingleses. Estos vestían muy bien y mi padre era un gran sastre. Allí conoció a mi madre”, resume Tenuta.
–¿Tampoco en los años de marinero abandonó el teatro?
–No, porque llevaba mis títeres. Siempre fui un poco payaso. La actuación es para mí una necesidad, un compromiso con mi pueblo y mi comunidad. Aunque a veces parezca difícil, los actores podemos aportar al desarrollo armonioso de la sociedad. Tuve grandes maestros, pero no por estudio: hice de claque de Luis Arata, Enrique Muiño, Orestes Caviglia, Elías Alippi y otros grandes intérpretes. Los aplaudía, los vivaba e iba aprendiendo. Con los títeres recorrí América, llevándolos también a aldeas indígenas: los aymara, los quechuas y los guajiros de la frontera colombianovenezolana... Soy pata e’perro, como dicen los chilenos.
–La atmósfera de Valhala es de acecho permanente. ¿Qué opina de su personaje?
–Hermann trata a sus hijos Rainer, Rodolfo, Sigfrido y Elena de una manera horrible. Quien llega a esa casa es Daniel Fekete, un papel muy interesante que compone Héctor Malamud. Yo soy un cholulo de Patricia Suárez, gran investigadora también. Escribe mucho, rápido y bien. En menos de una semana me sabía toda la letra. El director Ariel Bonomi no lo podía creer.
–¿Cómo es interpretar a un genocida?
–Los actores tenemos que experimentar con todo tipo de personajes y en todos los medios: el teatro, el cine, la TV, el circo, la calle. Yo me entrego. No puedo intelectualizar. Tampoco sufro por componer un nazi. En El señor Galíndez, de Eduardo Pavlovsky, me tocó el rol de un torturador. Con el director y el elenco nos preparamos bien: leímos y estudiamos textos sobre la llegada de los nazis a la Argentina. Es parte del trabajo del actor. Hice obras muy diferentes, estuve en el Elenco Estable del San Martín durante la década del ’80, después me contrataron para algunas obras, pero también hice temporadas con Tato Bores y Carlos Perciavalle con La jaula de las locas y participé de musicales como Mi bella dama y El violinista en el tejado.
–Esa es parte de su labor aquí, ¿y su actividad en Uruguay?
–Muy intensa. Con unos compañeros fundamos El Galpón de Montevideo, en 1949. Atahualpa del Cioppo, un creador admirado por Vittorio Gassman y otros grandes, empezó a dirigir ese teatro en 1954. Era una persona de gran bonhomía, cultura y elegancia. Se exilió en México, pero trabajó en casi todos los países latinoamericanos. En El Galpón tuvimos importantes y queridos directores, como el español José Estruch y Rubén Yáñez. Antes de fundar el teatro yo había hecho una gira por Chile, porque además de actuar seguía en la marina mercante. Estaba influido por el Teatro Experimental de este país y por directores y amigos chilenos, como Pedro de la Barra. Cuando desembarco en Uruguay me invitan a continuar dentro del teatro independiente uruguayo.
–¿Cómo fue esa experiencia?
–En ese movimiento de los independientes, la primera experiencia estable fue el Teatro del Pueblo, fundado en 1937, siete años después del que creó en Buenos Aires Leónidas Barletta. Los estatutos eran los mismos del argentino y la biblioteca llevaba el nombre de Barletta, un director que tuvo gran influencia en Perú, Chile y Venezuela. El teatro argentino de esos años hizo escuela: La Máscara, de Ricardo Passano; el teatro judío IFT, con Manuel Iedvabni y Jaime Kogan; el de Los Independientes, con Onofre Lovero; el Fray Mocho con Oscar Ferrigno, quien fue, teatralmente, un revolucionario. Argentina y Uruguay fueron los primeros países de habla castellana que dieron obras de Brecht. Asombrada por este hecho, Helene Weigel, la mujer de Brecht, nos invitó a Berlín. En España se estrenó una pieza de Brecht recién en 1968: Madre Coraje, la protagonizaba Amelia de la Torre, madre de la escritora Ana Diosdado. Otra invitación que recibí fue para el estreno de El meteoro, de Dürrenmatt, en Frankfurt.
–¿Qué pasa hoy con los circuitos teatrales en América latina?
–En aquella época estábamos todos muy vinculados. Yo fui presidente del sindicato de actores uruguayos y me relacioné con la cultura chilena al ser contratado por el Ministerio de Educación de Chile. Hice giras con Pablo Neruda: él recitaba su Canto General y yo ofrecía mis trabajos con títeres. Fui amigo de Neruda y de Delia del Carril de Anchorena, su anteúltima mujer, una persona maravillosa. Recuerdo cuando Neruda fue desaforado como senador. El representaba a un grupo de obreros del norte de Atacama. Esto pasó tres años después de la Segunda Guerra, cuando gran cantidad de nazis se instalaron en el sur de Chile. Durante las giras, en los hoteles me lo pasaba dando vuelta los retratos de Hitler, que eran colgados en los dormitorios como si fueran los de Jesucristo.
–Era una época de definiciones tajantes...
–Un período revolucionario, donde intelectuales y artistas tenían necesidad de comprometerse. Nos sentíamos en el centro de la cultura, porque el teatro fue y es compendio de todas las artes. Compartíamos la vida con pintores, escultores... Ellos veían nuestros espectáculos y nosotros íbamos a sus exposiciones. Neruda era uno de ellos. Fue un asiduo visitante de Uruguay.