ESPECTáCULOS
El cine ruso vuelve a su apogeo con “El regreso”
Premiado el año pasado en Venecia con el León de Oro, el film de Andrei Zvyagintsev es de una intensidad poco común.
Por Luciano Monteagudo
¿Qué es ser un cobarde? ¿Acaso no animarse a saltar al mar desde una altura considerable es propio de un miedoso, de un “gallina”? ¿Cómo se prueba el coraje? Andrei e Ivan, dos hermanos de 15 y 12 años, tendrán la oportunidad de encontrar algo parecido a una respuesta a estas preguntas en El regreso, ópera prima del joven director ruso Andrei Zvyagintsev, ganadora nada menos que del premio mayor, el León de Oro, en la Mostra de Venecia del año pasado. A la vez relato de iniciación, estudio psicológico, alegoría política y parábola bíblica, el film de Zvyagintsev viene a recordar que Europa del Este en general y Rusia en particular supieron tener, básicamente en los años 60 y 70, un cine con modos de relato e improntas visuales muy propias, que luego –con la caída de los socialismos reales y la transformación de la censura de Estado en censura de mercado– se fueron perdiendo y que ahora El regreso parece querer recuperar del olvido, con una intensidad fuera de lo común.
Después del potente prólogo a orillas del mar que, a la manera de una pieza musical, deja planteado un tema sobre el que volverá en el crescendo final, El regreso pone en marcha su mecanismo: los chicos Andrei e Ivan descubren de pronto, un día cualquiera, que su padre ha vuelto, después de más de una década de ausencia. Nadie les explica nada, ni siquiera su madre. Ese desconocido de pronto aparece durmiendo en su cama –en una imagen que evoca sutilmente la iconografía de Cristo– y al rato preside la mesa y reparte lacónicamente el vino y el pan. La sorpresa los deja paralizados, más cuando al día siguiente el padre decide llevarlos de pesca. Hay ansiedad y una alegría contenida, respetuosa en los hermanos, pero también desconfianza, sobre todo en el menor, Ivan, que no entiende para qué volvió ese padre hosco, taciturno, que parece querer compensar su abandono no tanto con cariño como con una demostración constante de autoridad.
A medida que se alejan de casa, los chicos sólo reciben órdenes. Todos son imperativos en ese padre que da la impresión de haber sido formado en la disciplina militar y pretende hacer hombres de sus hijos en apenas una semana. El mayor, Andrei, lo sigue sumisamente, con admiración, y esto lo distancia de Ivan, que se va rebelando cada vez más y por lo tanto va sufriendo humillaciones crecientes por parte de ese padre terrible, al que el film deliberada, ambiguamente no termina de definir. Quizá no sea un monstruo; quizá no sepa cómo comunicarse con sus hijos. Pero, ¿por qué nunca da razones de nada? ¿Qué esconde ese viaje? ¿Hacia dónde van realmente?
Si desde un principio, el film de Zvyagintsev se caracteriza por la soledad de los paisajes y por un despojamiento manifiesto (la fotografía parece ir perdiendo paulatinamente su color hasta volverse gris como el cielo), poco a poco El regreso va ganando más y más en abstracción. La presencia humana alrededor del padre y sus dos hijos deja de existir hasta que quedan sólo ellos tres, en una isla desierta, a merced de la inclemencia de la naturaleza. Una guerra de voluntades se instala sordamente entre los vértices de ese triángulo irregular. La tensión crece. Las acciones del padre son cada vez más misteriosas. Las reacciones de los hijos, más imprevisibles.
Hay quizás en El regreso un formalismo excesivo, una geometría que tiende a la perfección, a la simetría, y que le quita algo de vida y de respiración al film, como si la puesta en escena no alcanzara a atenuar el peso del guión. A cambio, el debut en el largo de Zvyagintsev devuelve la confianza en un cine de ideas y ofrece interpretaciones extraordinarias de los dos chicos, de una verdad y una fuerza dramática muy propias del mejor cine ruso, que traen a la memoria a los pequeños protagonistas de Venga y vea, de Elem Klimov, e incluso La infancia de Iván, de Andrei Tarkovski.