ESPECTáCULOS › ESTRENO EN EL COLON
Venecia sin mí
Aschenbach se ve morir en una ciudad amenazante. Y Alfredo Arias brilla en su puesta de Muerte en Venecia, de Briten.
Por Diego Fischerman
“Hasta la perfección tiene su parte oscura”, canta Gustav von Aschenbach. Y Tadzio mira, en ese momento, a su madre. Una madre terrible, hierática, bella como el hielo. En ese gesto podría leerse un núcleo, un nudo de lo que constituye la profunda visión de Alfredo Arias sobre una de las obras más complejas e interesantes de todo el repertorio operístico. La última ópera de Benjamin Britten, compuesta en 1973, es, al mismo tiempo, un homenaje al tenor Peter Pears, compañero del compositor hasta su muerte, la despedida de un autor que en el momento del estreno convalecía de una operación de corazón y una reflexión acerca de la homosexualidad. En ese sentido, el libreto utilizado por Britten transforma en explícito lo que en la novela es una suerte de comentario sobre el Fedro de Platón. En el estreno sudamericano presentado en el Colón, de todas maneras, nada es obvio ni mecánico. Así como en escena se despliegan múltiples líneas, en un filigrana de infinita riqueza y detallismo, Aschenbach aparece como un personaje contradictorio y conmovedor, para el que no existen decisiones fáciles y cuyos sentimientos paternales hacia Tadzio –y tal vez, incluso, la atracción por la madre– resultan tan determinantes como el reconocimiento de su belleza.
La música de Britten es magistral. La forma en que algunos motivos, como el del mar, que aparece por primera vez cuando el escritor mira por la ventana, vuelven una y otra vez, transformados –como el propio mar–, la escritura para percusión, asociada a Tadzio y su familia, los personajes bailados, sin voz y por lo tanto sin comunicación posible dentro de los códigos de la ópera y la idea de la orquesta como material dramático en sí mismo, son de una modernidad que obliga a replantear la misma idea de modernidad, por lo menos tal como fue cristalizada por las vanguardias de las décadas de 1950 y 1960. En ese sentido, el perfecto trabajo de Bedford, su precisa definición de planos, su manejo de los tiempos dramáticos, ese fenomenal crecimiento que desemboca en un extraordinario final al borde del silencio, condujo una partitura plagada de dificultades con naturalidad y fluidez. En realidad, es imposible separar una puesta como la de Arias, una verdadera máquina de generar sentidos teatrales, de la dirección de Bedford y de su manera de conseguir que cada motivo, cada sonido, cada ritmo repetido, se manifieste cargado de valor dramático.
En la concepción de Arias, además, hay una fenomenal concepción plástica. Cada movimiento forma parte de un todo y tanto la bellísima escenografía de Roberto Platé como la sugerente iluminación de Rouveyrollis y el vestuario de Françoise Tournafond construyen un universo totalmente interconectado. Una serie de telones –el interior y el exterior de San Marco, la visión de la isla desde el mar, una sala de fiestas, la playa–y un pesado velo negro que los ocluye, más unos bancos de iglesia y una irreal góndola que se desliza por el medio de un salón, es todo lo que Rouveyrollis y Arias necesitan para recrear una Venecia onírica e impregnada de muerte. En su lectura de Muerte en Venecia todo es recuerdo. O todo es anticipo. Aschenbach, de hecho, asiste a su propia muerte, mucho antes del final, cuando su doble en escena es pintado ritualmente y envuelto en una sábana. Tadzio no es aquí un niño à la Visconti, sino un gimnasta que, con sus amigos, lo deslumbra en unas olimpíadas propiciadas por Apolo (el notable contratenor Franco Fagioli). El barítono Jason Howard, de bello timbre, afinación exacta y buen fraseo, es el maestro de ceremonias. Encarnándose en un gondolero, un viajero, un petimetre, el barbero y el propio conserje del hotel, que siempre desaparecen misteriosamente, en esta versión permanece en escena, como un demiurgo o como la propia muerte, esperando su cosecha.
Venecia misma es, esta vez, más la ciudad de las miasmas y pantanos que un opulento reino. Todo en ella es amenaza. La enfermedad, el viento siroco, los vendedores que atosigan al escritor con sus ofertas edifican un paisaje opresivo, al que Aschenbach va cediendo progresivamente su cuerpo. Pero si esta puesta funciona es, además, por el nivel de compromiso del coro, de cada uno de los cantantes encargados de pequeños papeles y de cada una de las personas que están en escena, desde los gimnastas hasta las parejas de bailes de salón y el inquietante grupo de jóvenes mujeres de negro que en una escena, literalmente, devora a Aschenbach. Y, sobre todo, por Nigel Robson, un tenor excepcional y con extraordinarias condiciones actorales, que construye un personaje creíble, intenso, lleno de vida interior, en el que pueden percibirse los conflictos y capaz, además, de una entrega física y vocal sumamente inusuales en el mundo de la ópera actual.