Jueves, 19 de agosto de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › EL PSICóLOGO EN EL HOSPITAL PEDIáTRICO
La autora (mediante una serie de relatos conmovedores) ejemplifica las tareas del psicólogo en un hospital de niños, valoriza a los “pacientes problemáticos” y defiende el derecho de los padres a mostrarse tristes o preocupados ante el hijo enfermo: “Lo que sí puede ser nocivo es la desesperación”.
Por Débora Farberman *
Cuando se le informó a Cynthia que su hijo debía realizar en Buenos Aires un tratamiento prolongado, sus primeros comentarios preocuparon seriamente a los pediatras: “¿Y entonces cómo voy a hacer para continuar con mis clases en el gimnasio?”, “Yo no quiero pasar tantas semanas lejos de mi marido”. La enfermedad que padecía el niño era de una severidad tal que podía llevarlo a la muerte en poco tiempo. Se sospechó que se trataba de una madre desvinculada afectivamente del hijo, a quien ponía, en orden de prioridades, muy por detrás del objetivo de mejorar su aspecto físico. A diferencia de la mayoría de las madres –modelo esperable–, que ante un diagnóstico desfavorable expresan como primera preocupación si su hijo va a curarse o morir, ésta expresaba exclusivamente preocupaciones referidas a su propio bienestar.
Su comentario parecía, en efecto, frívolo y egoísta, hasta que se evidenciaron razones más profundas, que explicaban la importancia que estas necesidades tenían para ella y para la protección de su hijo.
Cynthia había sido abandonada por sus padres biológicos y criada por una familia a la que sirvió como doméstica desde muy temprana edad. Se desvinculó completamente de ellos cuando, a los 14 años de edad, formó pareja con el padre de sus tres hijos. Desde entonces, su familia se convirtió en su principal sostén emocional. El marido era, decididamente, la figura más fuerte del grupo: tomaba decisiones y resolvía los inconvenientes. Los esposos y sus tres hijos se movían en grupo constantemente. El padre sólo se apartaba del grupo en el horario laboral. Cynthia no trabajaba fuera del hogar y, cuando sus hijos concurrían a la escuela, permanecía en la puerta esperándolos desde el ingreso hasta el horario de salida.
Durante siete años, Cynthia se obsesionó con su imagen corporal realizando constantes dietas para adelgazar y provocándose vómitos después de comer de manera desmedida. Su marido detectó el problema y, a instancias suyas, aceptó realizar un tratamiento psicológico. Desde hacía dos años no vomitaba ni se daba atracones, logrando cumplir con una dieta saludable y realizando actividad física en el gimnasio. Todo lo logrado funcionaba gracias a sostener un plan de conducta rígidamente estructurado, pero que le resultaba eficaz.
La situación actual exigía que Cynthia se alejara de sus hijos sanos, de su marido y de la rutina de actividad física con la que lograba controlar su compulsión a vomitar. Todos ellos eran factores de estabilidad para su estructura psicológica.
En relación con la enfermedad e internación, Cynthia refería que, cuando su hijo era intervenido con agujas, ella experimentaba un dolor tan intenso como el que le suponía al niño. Nuevos motivos de estrés se sumaban a la carencia de su soporte habitual.
En este contexto, sus dos preocupaciones perdían toda frivolidad: Cynthia temía por su estabilidad psíquica, verdaderamente en riesgo si se le quitaban sus principales estructuras de apoyo.
Su vinculación afectiva con el hijo sufría de las mismas alteraciones de dependencia que todos sus vínculos, pero afectivamente era sólida e intensa. Parte de estos contenidos fueron transmitidos a los médicos tratantes, quienes cambiaron la mirada de repudio y crítica por una más comprensiva.
Un padre que acompañaba en la internación a su hijo expresaba angustia recurrente cuando al niño se le realizaban venopunturas. Prácticamente todos los padres se angustian cuando presencian el sufrimiento físico de su hijo.
Siendo joven, el padre había participado como soldado en una guerra en la cual, tras haber sufrido heridas de bala, tuvo que ser internado durante meses. Se le habían practicado intervenciones quirúrgicas que recordaba como traumáticas. Había permanecido internado lejos de su hogar, sin ninguna compañía conocida, y preguntándose en todo momento acerca de su destino: si sobreviviría, si sus padres estarían informados sobre su situación, si debería volver a combatir.
A diferencia de lo que le había tocado vivir a él, su hijo no estaba solo y recibía toda la fuente de contención y protección psicológica disponible, pero el padre no podía evitar proyectar en él sus propias vivencias.
Pudo sentirse más tranquilo cuando se lo ayudó a discriminar su situación personal de la de su hijo. Para ello, fue imprescindible repasar durante varias entrevistas su experiencia pasada de desamparo, las distintas circunstancias vividas en la guerra, sus sentimientos y temores de entonces, antes de abordar la situación de su hijo. Comparar su aprensión cuando intervenían al niño con la que sienten todos los padres, normalizar estos sentimientos, o subrayar el carácter protector y no agresivo de los procedimientos que se le practicaban, aunque no fuera incorrecto, habría sido en esta ocasión harto insuficiente.
La madre de un paciente al principio del tratamiento de una enfermedad oncológica centraba toda su preocupación en las náuseas que experimentaría el niño con la quimioterapia. Aspectos como el pronóstico o la morbilidad de las medicaciones que iba a recibir no parecían ser consideradas por ella. La señora había padecido años atrás cáncer de mama.
En entrevistas terapéuticas, se le dedicó tiempo suficiente al recuerdo de las sensaciones desagradables que ella había experimentado como paciente. Su experiencia había sido tan difícil que no podía evitar pensar que su hijo atravesaría también por semejante sufrimiento.
Tras algunas sesiones, se observó una disminución notable de su angustia y una mejor calidad en los cuidados que brindaba al niño, especialmente en su capacidad de contención. La madre expresó que lo que más la había ayudado en este cambio había sido ver que el niño no padecía los síntomas y molestias del tratamiento en forma idéntica a ella. Su experiencia previa le sirvió además para ayudarlo: lo entendía mejor que cualquier otra persona que no hubiera recibido quimioterapia y sabía aliviarlo con especial eficacia.
A menudo los pacientes o sus padres refieren preocupaciones que sorprenden porque no forman parte de los aspectos más cruciales de la enfermedad, o porque no constituyen riesgos reales. No se debe menospreciar ninguna idea, por errónea que sea, cuando es fuente de inquietud o temor para ellos. Los familiares y el niño deben sentir que el staff siempre dará relevancia a todas sus inquietudes.
Un niño de cuatro años, internado para recibir quimioterapia, sufría pesadillas que lo despertaban por las noches. Como en todo tratamiento oncológico, el niño era expuesto a frecuentes venopunturas y punciones.
Le contó a su terapeuta que soñaba con su “monstruo nariz de aguja” que lo atrapaba para hacerle cosquillas y después matarlo. Guiado por las preguntas de la terapeuta, describió al monstruo de los sueños. El tamaño, el grosor de sus brazos y piernas, la expresión de su rostro y el aspecto de la nariz de aguja que tanto lo asustaba. Mientras tanto, la terapeuta realizaba un dibujo basado en su descripción, al modo de un identikit. Tramaron juntos de qué forma se podría controlar al monstruo. Siempre a través del dibujo, le ataron las manos con las que hacía cosquillas, sumergieron sus pies en un agua inmovilizadora y por último retorcieron su nariz de aguja de modo tal que no pudiera pinchar a nadie más. El niño se mostró divertido durante la entrevista.
La terapeuta prefirió no explicitar la relación entre el monstruo y los procedimientos médicos. Sobre las agujas reales el niño no tenía manera de ganar control, ya que lo seguirían pinchando mientras el tratamiento lo requiriese. En cambio, podía modificar el carácter amenazante que habían cobrado los pinchazos para él a través del juego y el dibujo.
Una joven de 14 años internada presentaba síntomas depresivos: lloraba frecuentemente sin saber por qué, se aislaba en sus pensamientos y se enojaba con los que se acercaban a ella o le hablaban.
Aunque convivía con su tía paterna, en el hospital la cuidaba su madre. En entrevistas psicológicas relató que la relación con su madre era altamente conflictiva. Existían reproches cruzados de una hacia la otra. La joven se quejaba de que la madre y el padrastro consentían marcadamente a su medio hermano, menor que ella e hijo de la pareja. La madre se quejaba de que su hija salía de la casa sin permiso y no cumplía con los horarios de llegada acordados. Las peleas entre ambas habían sido decisorias en la mudanza de la joven. Ella misma había resuelto irse de la casa y pedido alojamiento a la tía. La madre se sentía dolida y enojada por esta decisión.
La joven no mantenía relación con su padre biológico desde hacía varios años, a pesar de vivir en el mismo barrio.
Durante la internación, la joven, que inicialmente peleaba y se quejaba de su madre, empezó a expresar recuerdos y pensamientos acerca de su padre. Primero, cuánto lo extrañaba. Imaginaba que, si él estuviera acompañándola, se sentiría más a gusto que en presencia de su madre. Más tarde, sentimientos de decepción y enojo hacia él por haberla abandonado.
La circunstancia de encontrarse enferma e internada había reavivado en la paciente sufrimientos vinculados con el desamparo, el rechazo y la desprotección, especialmente paterna. Estos eran de larga data y existían independientemente de la situación actual. Pero fue una oportunidad para volver sobre ellos con mayor profundidad, elaborar parte de los afectos que habían torcido su destino y operativizar decisiones. Se trabajó terapéuticamente con la madre y con la hija, posibilitando acuerdos entre ellas. La paciente resolvió retornar al hogar junto con su madre.
Los adolescentes, además de los síntomas de la enfermedad, suelen presentar problemas psicosomáticos, emocionales y conductuales. Estos pueden ser reactivos o corresponderse a trastornos psicopatológicos preexistentes.
Julia se encontraba hospitalizada en la etapa diagnóstica de una enfermedad autoinmune. A propuesta de su terapeuta, escribió una clasificación en “fáciles” y “difíciles” para distintos aspectos de la situación que atravesaba. Entre las fáciles incluyó: no tener que hacer tareas escolares, regalos recibidos y visitas de parientes y amigos. Entre las difíciles, junto con los pinchazos y el dolor escribió: “la preocupación de mi mamá”.
De hecho, la interconsulta había sido pedida por los pediatras de la sala porque la madre tenía diariamente conflictos con los enfermeros. En las entrevistas psicológicas, la madre se quejaba del desempeño de todo el personal, evidenciando que ejercía una supervisión controladora de cada intervención que éstos realizaban, para cuestionarla después. Las quejas ocupaban toda la entrevista y parecían no dejarle a la terapeuta más opción que la de manifestarse a favor o en contra. Cuando la terapeuta intentaba derivar la conversación hacia cualquier otro aspecto, la madre respondía escuetamente y con marcado desinterés.
Consciente de que las entrevistas no estaban resultando productivas, la terapeuta logró establecer un verdadero contacto con la madre a través de la observación que había escrito la niña. Le preguntó por qué pensaba ella que su hija la notaba preocupada y de qué manera se la podría aliviar, puesto que la niña lo había encolumnado entre los aspectos difíciles de su situación. Entonces la madre relató, con mucha angustia, que había perdido a un hijo años atrás a causa de un accidente y estaba aterrorizada por la posibilidad de la pérdida de otro hijo.
En lo sucesivo, el diálogo se centró en sus temores y angustias. La madre siguió observando atentamente el desempeño del personal. Si se cometía un descuido, por pequeño que fuera, lo reportaba pidiendo que se corrigiera. Pero su observación atenta le permitía ahora advertir también las prácticas bien llevadas y éstas comenzaron a inspirarle confianza y seguridad.
Dado que los padres son la principal fuente de contención y guía para sus hijos, toda evaluación de un caso debe incluir una exploración del estado emocional de los padres. A menudo decimos que los niños miran la realidad a través de la lente que los padres les ofrecen con su propia mirada. Cuando ellos la ven preocupante, los niños percibirán que deben preocuparse. Es por ello que la mayoría de los padres suele expresar: “Cuando estoy delante de él/ella me muestro tranquila/o. Es sólo cuando salgo de la habitación que me descargo llorando. No quiero que él/ella me vea preocupada/o”.
Los padres no deberían forzar su expresión para no lucir preocupados o tristes frente a sus hijos. La tristeza o la preocupación de los padres no intranquilizará al niño más de lo que lo hace la situación por sí misma. Por el contrario, que exista una sintonía afectiva entre hijos y padres que atraviesan una misma situación es beneficioso porque propicia la comunicación honesta y verdadera. Lo que sí puede resultar nocivo para ellos es la desesperación de los padres. Si éstos transmiten con su actitud que la situación se ha salido por completo fuera de su control, tal vez el niño piense que sólo puede esperar lo peor.
* Fragmentos de El psicólogo en el hospital pediátrico. Herramientas de intervención, de reciente aparición (ed. Paidós).
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