Jueves, 21 de mayo de 2015 | Hoy
Por Luis Darío Salamone
Para muchos, las toxicomanías muestran el paradigma de lo que sería un yo débil, un yo que no resiste la tentación de volver a consumir y que sería necesario reforzar. Procuran que el sujeto tenga un yo fuerte, y para esto se le pide al sujeto que pase una temporada internado: con un superyó exterior que lo machaca con lo que tiene que hacer o dejar de hacer, hasta que el yo se vea fortalecido y, fundamentalmente, aprenda. Esto parte de la suposición de que el superyó le dice al sujeto lo que tiene que hacer y que de esa forma encuentra la ley. Pero Lacan ha planteado muy pertinentemente que el superyó es la ley pero también su destrucción. Ya para Freud el superyó tiene una afinidad con el ello, y por lo tanto, con la pulsión de muerte; es “el cultivo puro de la pulsión de muerte”. Por eso es cruel con el yo, y por esto mismo los tratamientos que se basan en estas premisas pueden resultar crueles.
Como Lacan se encargó de dejar en claro, el yo tiene una función de desconocimiento y, cuando se apunta a él, aunque pretenda que lo hemos vencido, no tardará en reabsorber esa enseñanza para seguir mintiéndonos, porque el desconocimiento es su función fundamental. Una demostración clásica es la que se observa en sujetos que son alcohólicos, jugadores o que tienen cualquier adicción de forma evidente y notable, pero, cuando son confrontados, lo niegan, no se dan por enterados y vuelven al casino o a servirse otra copa de vino. Se puede plantear que son mentirosos pero sucede que la función por excelencia del yo es el desconocimiento: el yo es un embustero.
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