Domingo, 24 de enero de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Washington Uranga
Hemos visto imágenes desgarradoras, escuchado relatos que acongojan y leído crónicas sobre el desastre y la muerte en Haití. La gran mayoría de estos testimonios periodísticos, casi con posmoderna marca de origen, se encargan del presente. O para ser más preciso: del horror del presente, de la catástrofe, de la muerte y la desolación. Y, por supuesto, del “mundo” y de la “comunidad internacional” que conmovida acude haciendo gala de la “solidaridad” con el pueblo haitiano. El presente caracterizado por la muerte –que ciertamente merece toda nuestra atención– alimenta tiempo de noticieros y centimetrajes de publicaciones. Porque el hecho lo justifica, la noticia vale y, en el mismo nivel, porque el horror es siempre un buen alimento para el morbo de muchas audiencias. En definitiva: el dolor vende... cuando es ajeno... y si es lejano mejor. Lo que en Haití es tragedia, para otros es una oportunidad noticiosa. Incluso para ufanarse –como lo hizo un canal argentino de noticias– de la “capacidad tecnológica” y “la profesionalidad” de sus periodistas y técnicos que, según dicen, “asombró” a sus colegas del Primer Mundo. ¡Vaya qué reconocimiento!
A juzgar por las informaciones, todas las posibles alternativas a la catástrofe están en manos de la ayuda internacional. Salvo para algunas crónicas aisladas y minoritarias (ver por ejemplo la nota de Jacobo García, desde Puerto Príncipe, titulada “Periodistas... ¿o niños de papá?”, en la edición del 22.01.10 del periódico El Mundo, de Madrid) los haitianos no sólo no hacen nada por sí mismos, no hay solidaridad entre ellos, sino que son un obstáculo más para los esforzados voluntarios que llegan desde todo el mundo. La noticia perpetúa la imagen que se ha construido de Haití: son incapaces de solventar su propia sobrevivencia. Falta un título que diga: “Salvemos a Haití... a pesar de los haitianos”. Ya llegará, es cuestión de tiempo.
Lo que está ocurriendo en Haití ahora es el resultado de la pobreza y la exclusión en la que vive y ha vivido su población durante gran parte de su historia. La misma catástrofe habría tenido consecuencias infinitamente menores en el vecino Estados Unidos.
En menos de veinte años siete misiones de Naciones Unidas aterrizaron en Haití para demostrar una vez más la ineficacia y la inoperancia del sistema político internacional. Se gastan más millones para sostener las operaciones de asistencia que en colaborar realmente en la construcción de una salida autónoma, en lo económico, en lo político y en lo cultural. El principal objetivo de las ayudas es retener a los haitianos en su territorio y evitar que emigren para molestia de otros. Para “la comunidad internacional” Haití entra en la categoría de lo “descartable”, un escalón bien por debajo de la pobreza. El calificativo “descartables” no tiene que ver con los haitianos, con su calidad de personas o sus condiciones como seres humanos, sus capacidades y cualidades. Sólo en el campo de la literatura mucho podríamos aprender de escritores como René Depreste, Gary Victor, Oswald Durand o Mimi Barthélémy o la más joven Edwidge Danticat, para mencionar algunos. Los haitianos son “descartables” porque ése es el criterio que usa la hoy caritativa “comunidad internacional” para determinar quiénes tienen derecho a vivir con dignidad y quiénes no. Haití es un país condenado al abandono por los mismos que hoy muestran ante las cámaras todo el despliegue de socorristas y fuerzas militares. Una maraña de intereses económicos y políticos que hasta deja en mala situación a miles de voluntarios de todo tipo, mujeres y hombres realmente solidarios y comprometidos, que han llegado hasta la isla para ofrecer –esos sí en forma desinteresada– sus capacidades, sus saberes, su energía y, tal vez, hasta su vida.
El hoy es sumamente complejo. Ni siquiera se sabe cuáles son los intereses reales de las solidarias fuerzas de ocupación enviadas por Obama. ¿Cuál será el destino de Haití? ¿Cuáles serán las condiciones de la “reconstrucción”? ¿El precio... será más pobreza y dominación, con nuevas “zonas liberadas”, asépticamente alejadas de los haitianos y de sus penurias, para que el turismo internacional pueda gozar sin contaminación ni culpa de las bellezas naturales del Caribe?
Este hoy complejo no tiene que ver solamente ni primariamente con los sismos y su destrucción. Sí con el ayer, con la historia, con la exclusión de Haití y de los haitianos. Por más que Naciones Unidas haya instalado sus cascos azules y su gobierno paralelo desde hace mucho tiempo. Toda la congoja y el llanto de hoy no alcanzan para tapar los olvidos y las marginaciones del ayer en relación a este mismo pueblo y a esa misma nación. Y seguramente no será suficiente para que mañana, cuando las cámaras se vayan y los miles de muertos dejen de ser noticia, haya también un “después” distinto para Haití. Porque para que ello suceda lo que tendría que cambiar no es Haití... sino la “generosa” comunidad internacional basada en un sistema que alimenta la exclusión mientras convierte sus previsibles consecuencias en pretexto para la solidaridad ocasional.
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