SOCIEDAD › LA CABALGATA DE LA FE HASTA EL SANTUARIO POPULAR EN SAN JUAN

Cabalgando por la Difunta

Empezó con veinte jinetes, ahora van de a tres mil. Algunos llegan a San Juan cabalgando desde su provincia, recorriendo bastante más de cien kilómetros. Una marcha marcada, material y simbólicamente, por el agua. Y por la campaña electoral.

 Por Emilio Ruchansky

Desde San Juan

El agua vale oro en el de-sierto. Lo supo la Difunta Correa, que murió de sed mientras atravesaba los cerros sanjuaninos; lo saben los miles de gauchos promesantes que se juntan cada año en la plaza Aberastain, llevando las caramañolas reglamentarias, una de agua y otra de vino, para ir a caballo al santuario de Deolinda Correa. La procesión también tiene sus “hidratadores oficiales”, como dice Gustavo Montivero, uno de los dos empleados de Clara by Graziani que reparte, gratis y con devoción, 6000 botellitas de medio litro de agua mineral “de una perforación en la montaña sanjuanina”. La caravana parte envuelta en el humo de las parrillas a completar el primer tramo en Caucete, a 25 kilómetros de la capital provincial. Montivero los sigue con el camión y el acoplado con las botellas repartidas en seis tachos con hielo.

A lo largo de la avenida Ignacio de la Roza, cientos de jinetes se preparan para desfilar delante de autoridades locales y provinciales. Miguel Nabas, empleado municipal, protesta porque pusieron una cinta que separa a los gauchos de la calle a la que da el palco. Más allá aguardan sobre sus caballos la Federación Gaucha, la policía, el Ejército, los Granaderos y la guardia de honor del gobernador José Luis Gioja, que encabeza la procesión a la que despidió la gobernadora electa de Catamarca, Lucía Corpacci.

“¿Por qué de este lado? No somos menos, esto es discriminación”, dice el hombre, aunque la cinta está por el piso. “Yo la corté”, asegura indignado.

Entre el gauchaje ya cunde el vino, la cerveza y el trago favorito de estas soledades de piedra y tierra arenosa: el fernet con cola. Nabas vino a despedir a su hijo y a su nieta, montados sobre un mular petiso, mezcla de burro y yegua, soportando el sol del mediodía. Alrededor, se ven estandartes de gauchos venidos de Cuyo, La Pampa, Catamarca, La Rioja, Neuquén, Córdoba, Tucumán, Salta y Chubut. Algunos llegaron montando desde sus pagos, otros en micro y alquilan caballos en San Juan. Las familias viajan en carrozas y en sulkys destartalados, a los que no les faltan heladeritas con hielo.

Mientras la banda de la policía provincial toca la “Zamba de la Toldería”, con su primera línea de seis clarinetes y otros tantos cornos y tubas, Paco Sánchez afirma, fervoroso, que ya lleva 30 años peregrinando al santuario de la Difunta Correa. “Le debo y ella es muy cobradora”, dice el jinete, que se dedica al cultivo de ajo y cebolla, y enseguida se arremanga las bombachas negras. Tiene las piernas mochas, deformes, producto de un accidente que hace cinco años casi lo deja en silla de ruedas por siempre.

“Estaba desarmando una casa vieja y se me cayó una pared encima, la soporté con los brazos, pero se me reventaron las piernas. Cuatro médicos me las operaron a la vez”, explica y los enumera como la delantera de su equipo de fútbol. ¿Y qué le dejó a la Difunta a cambio? “Primero le prometí ir cuando pudiera y cumplo. Además dejé los yesos en el santuario.” La semana pasada, dice, le robaron el auto a su hija y él rezó: “Si aparece más o menos entero, voy a caballo y le prendo velas. Apareció. Solo le robaron la batería, así que cabalgué 80 kilómetros y me queda otro tanto hasta allá”.

Si uno cierra los ojos, el sonido de las herraduras contra el asfalto suena a granizo. Es la hora de la siesta en la ciudad y no hay asueto, pero un puñado de vecinos se acerca a despedir a la gauchada diversa, donde se mezclan peones, patrones, comerciantes y profesionales. En cada parada al costado de la ruta nacional 141, para que los caballos beban agua de deshielo en los canales de riego, cientos de vecinos se acercan y regalan manzanas, tortas fritas o “sopaipillas” y pasas de uva. También botellitas de agua, símbolo de ofrenda y ofrenda a la vez, que los camioneros dejan en las rutas de todo el país a la Difunta Correa.

La sombra cotiza. Las familias hacen la sobremesa al costado del camino, bajo los pimientos, unos árboles achaparrados que se alimentan con la escasa humedad del desierto. Algunos gauchos llevan su vaso de fernet con cola, otros matean, mientras en la cabecera el gobernador saluda desde su caballo y se suceden los carteles a favor, en general, del plebiscito para modificar la Constitución provincial y permitir que se presente como candidato por tercera vez. También volantea la contra en cada parada. De lejos, la caravana de más de tres mil gauchos y gauchas parece el éxodo de un pueblo o de un ejército.

Cuando cae la tarde, en un campo verdecido por goteo, un hombre camina solo con una mochila y un aspersor con el que sulfatea las viñas, para que no se pudra la uva por las lluvias recientes. Las jariyas reverdecen a un costado del Pie de Palo, la precordillera que conecta con los Andes. Son pequeños arbustos que los paisanos suelen usar para perfumar el asado, cuando no la hierven para que el vapor les cure el resfrío. En el camping municipal de Caucete, donde predomina el olor a uva fermentada, se pelean por vender pasto para los caballos, mientras se cocinan los costillares.

“La Cabalgata de la Fe fue creciendo. Eramos 20 cuando empezamos y ahora tenemos hasta una senda propia”, dice Alberto Acevedo, de la Federación Gaucha sanjuanina, durante una cena en el campamento. La senda se inaugura al otro día –fue financiada por Vialidad Nacional– y completa los 29 kilómetros entre Caucete y el santuario de la Difunta Correa. De noche se paya, se matea y se bebe de todo menos agua. Con la resaca a cuestas, la segunda parte de la cabalgata se retoma con los primeros fríos del amanecer.

En el santuario de la Difunta Correa, en el vallecito, los dueños de los bares piden a la gente que apure el trago para recibir a los jinetes sedientos. En las calles, los kioscos ofrecen atados de algarroba para el asado. Luego de desensillar, los gauchos buscan techo bajo los sauces mientras en plena calle se asan lechones, chivitos y pollos enteros. “No sé si dormir o comer”, le dice un paisano a otro, que lo mira con ojos vidriosos. Sólo los más respetuosos, los que entraron al santuario apretando el sombrero contra el pecho, van directo a las escaleras azules hechas de piedra de alaja de los cerros vecinos. Es la entrada al santuario.

Los primeros gauchos no suben de rodillas, como lo hace un hombre que encima lleva sobre el hombro a una hija “que estuvo muy enferma”. Los peregrinos llevan una botella de agua de litro o velas, suben los 75 escalones y llegan a la capilla verde para agradecer por el trabajo y la buena salud o para pedir por algún paisano que anda delicado. A un costado de la efigie de Deolinda muerta y amamantando hierve la cera y la parafina, que larga un olor nauseabundo y convirtió en brasa a una roca gigante. Cerca se apilan botellas llenas de agua o se vacían y se tiran para que luego la Fundación Vallecito, encargada del santuario, las compacte y recicle.

Como el gaucho también es fiel a su caballo, antes de comer varios jinetes se acercan a un camión cisterna y llenan tachos de pintura para darles de beber. “El mío no te come con la boca seca”, dice José Zamora, un gaucho que se sumó temprano en Caucete y vino a ver el rodeo que se hará por la noche. “No le pido mucho a la Difunta porque no me gusta deberle y siempre agradezco. No me va a ver regalando un tractor o un lingote de oro porque no los tengo”, dice sin que le pregunten.

Al rato, Zamora hace cola detrás de una canilla para mojarse la nuca. Es la primera vez. El agua corriente llegó recién el año pasado, luego de que el gobierno la trajera de una vertiente a 20 kilómetros, a través de un costoso acueducto. Ningún gaucho la prueba, pero tampoco la desperdician.

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Imagen: Alejandro Elias
 
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