Viernes, 24 de junio de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por María Carman *
Semanas atrás asistimos al desalojo forzoso del asentamiento La Veredita de Villa Soldati: las precarias casas fueron destruidas con topadoras por el Ejecutivo porteño, y sus habitantes lanzados a la intemperie con un magro subsidio monetario en uno de los días más fríos del año.
La percepción hegemónica de los medios de comunicación apunta a mostrar a estos habitantes como recaudadores profesionales de subsidios públicos que se trasladan de una ocupación a otra, motivados por el oportunismo económico. Nuestro trabajo de campo con esta población nos dice otra cosa: a pesar de vivir sin agua, luz ni cloacas, vivir allí representó, para la mayoría de sus habitantes, una mejora respecto de su situación anterior; ya sea porque venían de vivir en la calle; de trabajar en cosechas de la uva o aceituna en sus provincias de origen que no les permitía comer todos los días; porque ya no podían pagar altos alquileres de piezas en villas, o porque la actividad del cartoneo en sus anteriores residencias del Gran Buenos Aires se desarrollaba en un marco de cada vez mayor conflictividad –agravado además por la suspensión de los servicios ferroviarios para cartoneros– y apenas les aseguraba la supervivencia cotidiana.
La política de expulsión de sectores populares reconvierte una compleja problemática social en un logro de recuperación de espacio público, y omite toda responsabilidad en el destino de los sujetos de carne y hueso desplazados. Investigaciones realizadas en el Area Metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires han demostrado que los subsidios habitacionales entregados a los habitantes desalojados de diversos hábitats populares no hace sino sumirlos en una mayor desafiliación, de la que cada vez les será más difícil recuperarse.
Al instalarse en el barrio de Soldati estos habitantes –que viven del rastrilleo y la venta diaria de cartones– habían logrado, entre otras cosas, las siguientes mejoras en la afiliación de su grupo familiar:
n Margarita, madre sola con 4 hijos, había retomado sus estudios de enfermería cerca de la Facultad de Medicina de la UBA, a la par de su trabajo esporádico en aplicación de inyecciones.
n Susana, inscripta en una escuela para alfabetizarse, había comenzado a deletrear sus primeras palabras a la par de su nieta con discapacidad mental. También había matriculado en la escuela al resto de su familia, incluyendo a una hija de 30 años que estaba terminando el secundario.
Expulsarlos violentamente sin proveerles una contrapartida habitacional cerca de donde actualmente viven desarticula todas esas redes que trabajosamente fueron construyendo. Desalojos similares acaecidos en la ciudad también durante el invierno han demostrado una importante mortalidad de los desplazados en los meses siguientes, ya sea por el agravamiento de enfermedades previas o la interrupción de tratamientos de salud en los hospitales en los que se atendían.
Ante este tipo de conflictos resulta imprescindible que profesionales idóneos aborden las heterogéneas condiciones sociales de cada una de las familias afectadas para que el Estado pueda brindar una respuesta garantizando sus derechos humanos y sociales, altamente vulnerados con la política de expulsión express. Esto implica no sólo la creación de espacios institucionales que trabajen conjuntamente diversos aspectos relacionados con el hábitat –la vivienda, el desarrollo económico, la salud y la educación– sino también la articulación de políticas laborales, sociales y habitacionales entre el Estado nacional, los gobiernos provinciales y la Ciudad de Buenos Aires.
* Con Vanina Lekerman, María Paula Yacovino, Lucía Levis, Belen Demoy, Natalia Jauri y Romina Olejarczyk, antropólogas, sociólogas y trabajadoras sociales de la UBA.
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