Domingo, 14 de abril de 2013 | Hoy
SOCIEDAD › LOS MANEJOS ANTE LAS CATASTROFES
Por Gustavo Veiga
¿Cómo reaccionan los países o grandes ciudades del mundo ante los desastres naturales, que algunos especialistas atribuyen en buena medida a la degradación ambiental provocada por la mano del hombre? La pregunta sugiere más de una respuesta, según de qué organización internacional o gobierno se trate. Cada fenómeno climático demanda una particular estrategia, porque la vulnerabilidad ante un tornado no es la misma que ante una tormenta localizada, ni un tsunami demanda idénticas medidas que una erupción volcánica. En la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción de Riesgo de Desastres (Unisdr) se trabaja sobre el concepto de ciudades resilientes, que viene de resiliencia, la capacidad de adaptación a situaciones adversas. Existen tratados, protocolos y programas de asistencia que tratan la problemática, como el Marco de Acción de Hyogo, Japón 2005-2015, que fue aprobado por 168 países. Una de sus prioridades es potenciar el alerta temprana, algo que no se observó en las recientes inundaciones de Buenos Aires y La Plata.
Un perfil de la Argentina contenido en la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres señala que “en términos estrictamente económicos, es la nación con más alto riesgo de América latina” y que las principales causas son “inundaciones, terremotos, erupciones volcánicas, tormentas severas y desastres tecnológicos”. El informe también dice que “dentro del mundo en vías de desarrollo, Argentina se encuentra entre los siete países cuya vulnerabilidad a las inundaciones comprende más del 1,1 por ciento del PBI” y describe que el desborde de los ríos de la Mesopotamia y las tierras anegadizas de los grandes afluentes de la Cuenca del Plata “tiende a inundar con frecuencia enormes áreas de llanura, incluyendo zonas urbanizadas de las ciudades más importantes, como Buenos Aires, Rosario, Santa Fe, Resistencia y La Plata”.
Sobran diagnósticos aquí y en el exterior, pero faltan políticas activas que anticipen, comuniquen y amplíen el período de reacción ante una posible catástrofe. Esa es la conclusión que más se escuchó en los días posteriores a las inundaciones. Los antecedentes de cómo se actúa en el resto del mundo ante situaciones semejantes demuestran que hubo de todo: desde negligencia a ejemplos saludables de lo que debería hacerse.
El departamento de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea (ECHO) fue creado en 1992 para apoyar en forma rápida y efectiva a las víctimas de desastres que no viven en la Unión Europea. En 1996 se lanzó el programa de preparación para desastres Dipecho, que entre aquel año y 2004 recibió 78 millones de euros para 319 proyectos. Dos se desarrollaron en Argentina. En Salta y Jujuy hubo una inversión de más de 600.000 euros. Estas iniciativas consistieron en entrenamiento, sistemas de alerta temprana, pronóstico y planificación. La Agencia Europea de Medio Ambiente (EEA, por sus siglas en inglés) difundió el mes pasado un mapa interactivo de inundaciones en el viejo continente en la plataforma Eye on Earth, una red pública de información y mapeado online desarrollado por la EEA.
Las ahora valiosas imágenes que marcan zonas en riesgo podrían haber ayudado cuando se produjo en julio de 2012 la gran inundación en la región de Krasnodar, al sur de Rusia, que dejó 170 muertos y daños por 30 millones de dólares. El presidente Vladimir Putin sobrevoló las áreas afectadas y puso en marcha una investigación para determinar cómo funcionaron los sistemas de alerta. Su ministro de Situaciones de Emergencia, Vladimir Puchkov, dijo que “funcionarios locales y ciertos departamentos de emergencia cometieron errores”.
Es curioso, porque Rusia jerarquizó de tal forma el tema, que tiene un ministerio que se ocupa de la protección civil y consecuencias de catástrofes y abrió este año Centros de Prevención y Control de Situaciones de Emergencia en Nicaragua, Venezuela y Cuba. Además, sigue expandiendo su know how a otros países con el respaldo de la ONU.
La experiencia rusa es apenas un ejemplo de cómo se actúa ante fenómenos naturales inesperados. Cuando cayó un meteorito en la región de los Urales el 15 de febrero pasado, se movilizaron 20 mil rescatistas. Aunque no siempre se utilizan con éxito los recursos económicos y humanos. A octubre del 2012, la Unión Europea llevaba invertidos 15 millones de euros para aumentar la resiliencia en distintas comunidades de Sudamérica. Para esa fecha, nueve países del continente discutían en Buenos Aires un Plan de Acción de Reducción del Riesgo de Desastres para América del Sur.
La UE desembolsó 14 mil millones de euros en ayuda humanitaria desde 1992 y llegó a 150 millones de personas por año en 140 países, según sus propias estadísticas. Con todo, la Estrategia de Yokohama (Japón, 1994) y el documento “Un mundo más seguro en el siglo XXI: Reducción de riesgos y desastres” (1999) demuestran que resulta clave la voluntad política para que se fomente “a todos los niveles de nuestras sociedades una cultura en que prevalezca la previsión”.
La prevención dio resultado en países muy diferentes. En la provincia de Albay, Filipinas, se creó una oficina para ayuda ante el riesgo de desastres en 1995. Los tifones, inundaciones y terremotos son moneda corriente en la zona. Pese a que se agudizó la dinámica de los problemas climáticos, en quince de los últimos diecisiete años (salvo 2006 y 2011) no se produjeron víctimas por el sistema de alertas que adoptaron las autoridades. En el Caribe, Cuba es otro ejemplo parecido, con sus centros de gestión y reducción del riesgo. En Vancouver Norte, Canadá, en un paisaje rodeado de montañas, se formó un grupo de trabajo con voluntarios que informa al municipio sobre posibles catástrofes naturales o provocadas por el hombre. En base a su trabajo, se otorgan o no licencias para construir y urbanizar, entre otras medidas.
La potencialidad o tradición histórica de las ciudades no siempre equivale a una garantía para evitar situaciones indeseables. París, Barcelona o Bucarest tienen más de tres cuartas partes de su superficie selladas, lo que podría provocar –ante tormentas intensas o el desborde de un río– que el agua no se filtre rápidamente por sus sistemas pluviales. Parece insólito en la capital francesa, donde la última gran inundación fue en 1910 por una crecida del Sena, hecho que se repitió cien años después, aunque sin graves consecuencias.
El alcalde de Estambul, Turquía, Kadir Tobpas, dice de su ciudad –la tercera más poblada de Europa– que está “construida en una falla geológica, por eso la población ha sufrido enormemente debido a la falta de una planificación adecuada, lo cual la expuso al riesgo. Hay dos asuntos que se deben tomar en consideración: la forma de rehabilitar las zonas de los asentamientos ya existentes y la forma de planificar los nuevos, a la luz de los peligros actuales”.
La asistencia a la población afectada por un desastre natural no siempre llega a tiempo por la ineficiencia del Estado o la mira corta de los políticos. En Estados Unidos, después de que pasara el huracán Sandy y dejara más de un centenar de muertos y daños cuantiosos en Nueva York, Nueva Jersey y Connecticut, el Congreso aprobó la ayuda por 50.700 millones de dólares para los damnificados por 241 votos contra 180. Muy alejado de la unanimidad que podría esperarse para socorrer a la población. Y los congresistas lo hicieron recién después de que pasaran más de dos meses tras un debate donde los republicanos pedían recortes a otros rubros del gasto social. Quizá no tuvieron en cuenta que se trató del segundo cataclismo más costoso del país después del huracán Katrina de 2005.
En Italia, el Estado dio un ejemplo peor. El año pasado, el gobierno de Mario Monti decidió que no pagaría más los gastos provocados por catástrofes naturales. La última fue el terremoto de L’Aquila, en el centro del país, que mató a 309 personas y dejó sin casa a 65 mil, el 6 de abril de 2009. Los contribuyentes son empujados a abonar un seguro voluntario ante eventuales calamidades.
Los científicos que según la Justicia italiana resultaron culpables de homicidio involuntario por minimizar la posibilidad de aquel sismo fueron condenados a prisión en un polémico fallo, entre ellos el prestigioso vulcanólogo Franco Barberi. “Mi padre murió porque le creyó al Estado”, dijo en el juicio Guido Fioravanti, uno de los damnificados. Ese testimonio fue vital para la sentencia. Una sentencia que para los declarados culpables y buena parte de la comunidad científica, los transforma en “chivos expiatorios” de la dirigencia política.
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