SOCIEDAD
Perpetua por un caso como el de “La Naranja Mecánica”
El tribunal dijo que fue una “orgía de sangre”. Dos ladrones torturaron hasta matar a sus dos víctimas, mientras cantaban y bailaban al estilo del protagonista de la novela de Burgess.
No había en sus antecedentes nada que hiciera suponer que se convertirían en personajes dignos de ser comparados al cruel Alex, el protagonista de La Naranja Mecánica. Así de brutales fueron al asesinar a sus víctimas. Pobres, habitantes de un rancho de la villa Tierras Altas, de Gran Bourg; acostumbrados al alcohol, las pastillas y acaso el robo, Juan Díaz y Diego Miranda fueron condenados esta semana a cadena perpetua y reclusión por tiempo indeterminado. En palabras del tribunal que escuchó los relatos de los testigos en un juicio oral, disfrutaron de una “orgía de sangre” el 27 de febrero de 2000. Díaz y Miranda, los dos de 31 años, golpearon a un vecino con una silla de hierro, lo patearon, le ataron las manos con un alambre de púas y después de incendiarle la casucha lo tiraron al fuego. Al hombre que intentó ayudarlo le dieron con un ladrillo en la cabeza, le dispararon con un calibre 32 que le perforó el pulmón, le pusieron un cable en el cuello y le clavaron un hierro en la nuca. Mientras tanto cantaban y bailaban, se contó en el juicio, entre otros detalles.
Poca cosa parece el robo por el que se desató la furia contra Emilio Leiva y su amigo Ignacio Acosta. Nada, teniendo en cuenta que lo que finalmente la policía encontró en el rancho de Miranda fue un pico, una pala, una pala de punta, una maza, una cama de una plaza de madera, cuatro banquetas, una garrafa de gas de 3 kilos, un cuchillo de mango de madera con cinta aisladora roja. Tan descomunal fue la agresión que parece haber habido razones más oscuras para tanto castigo, que quedaron sepultadas para siempre en la memoria de ese barrio en el que en febrero de 2001 Juan Díaz y El Chino Miranda atemorizaban a la “guachada”. Porque lo que los jueces concluyeron, tal como acusó el fiscal Mariano Grammático Mazzari, que lo de ellos fue “robo agravado por ser en poblado y en banda, en concurso real con homicidio calificado por conexidad con otro delito, ensañamiento y alevosía reiterado en dos oportunidades”.
Mucho se dice en los pasillos de las villas, y ahora hasta en la televisión, que los códigos se han roto, que está lleno de ladrones de cuarta que someten a los propios vecinos para hacerse de unos patacones para comprar droga. Pero, al margen de los casos en que bandas con matiz policial torturaban a quinteros bolivianos con corriente eléctrica para sacarles sus ahorros, nunca se había conocido un caso como el de Altas Tierras. Trascendió por el monto de la pena, resistida por la defensora, que sostuvo en todo el proceso que los acusados nunca estuvieron allí y que los testimonios en los que se basó la condena fueron por demás subjetivos, de familiares y amigos de las víctimas, y contradictorios en algunos puntos. Pero para el Tribunal Oral 3 de San Martín fue suficiente.
En los fundamentos de la sentencia quedó escrito que Juan, El Chino, otros varones y un grupo de mujeres que serían de una bandita del barrio Emaús entraron, sacados, a la casa de Emilio Leiva. Eran las dos y media de la madrugada del 27 de febrero de 2000. Leiva venía de comer unas pizzas y jugar al pool con sus hermanos Walter y Luis y su amigo Ignacio Acosta, que caminaba con sus hijos. A Emilio le dieron ganas de ir al baño. Por eso se adelantó al grupo y llegó solo a Chacabuco 170. Su vecina Virginia Abalos, la mujer de Ignacio Acosta, quiso avisarle que le estaban robando y desarmando el rancho de chapas a los golpes entre risas y puteadas. Apenas Emilio pisó su terreno lo agarraron a las patadas. Y apenas sus amigos dieron la vuelta en la esquina, se tiraron a ayudarlo. Los otros eran demasiados. “¡Vamos a buscar caños!”, gritó uno, que el robo lo estaban haciendo de guapos. Tardaron nada. Sin dejar de pegarle a Emilio se metieron con los Acosta. Apareció el chumbo. Uno le dio un ladrillazo a Acosta, que intentó escapar por el pasillo. Díaz lo frenó con dos tiros. Después le pusieron el cable y le clavaron el fierro cuando todavía estaba vivo. “¡Le dimos al Chaqueño!”, festejaron. En cuanto a Leiva, le hicieron lo que ni al peor enemigo. Le ataron las manos con alambres de púas. Y así lo tiraron al fuego del rancho. Los hijos deAcosta lo vieron. “Bailaban y cantaban con el rancho incendiado.” Después vino la policía. Hubo un breve tiroteo.