SOCIEDAD

El comedor que nació después del escuadrón

La madre de un chico asesinado en José León Suárez cuenta por qué abrió un merendero donde fue velado su hijo. Y qué piensa sobre la absolución de los policías acusados.

 Por Cristian Alarcón

Doña Damiana se acuerda bien del Monito. Lo veía desde su silla de la siesta, la misma sobre la que ahora recuerda cómo ese chico de metro cincuenta, que con catorce todavía parecía un crío, solía pedirle prestadas las ollas para cocinar para su ranchada bajo el sauce, en el descampado, a orillas de las vías. Doña Damiana, de mentón agudo, deja pasar la tarde, junto a unos gallos de riña flacuchentos, en el límite de Bancalari, a orillas de un arroyo con olor a ciénaga. Es la zona en la que el escuadrón solía perseguir, como cazando cuices, a los pibes. A cien metros de allí, en el patio de la casa de los Galván, la historia pega un vuelco: su madre, junto a otras mujeres del barrio, transformó el lugar donde veló a su nene en un merendero donde comen 90 pibes.
A las cinco de la tarde, los chicos se sientan en las banquetas, ponen ansiosos los codos sobre los tablones de madera y esperan en orden la leche y el pan, las facturas, las pastafrolas que sirven las madres desde el 21 de septiembre en lo que llamaron el Comedor Luchadoras contra la injusticia. La mamá del Monito es una mujer distinta, después de cuatro años. Tan diferente que ella misma se siente extraña, dice. “Dentro de todo estoy bien, tengo paz, tranquilidad, hasta yo me desconozco”, señala. Son las horas previas al juicio oral en el que terminarían absolviendo a los policías acusados del crimen de su hijo, Gastón “Monito” Galván y de Miguel “Piti” Burgos, el 24 de abril de 2001. Es rara esa paz interior que la hace hablar pausadamente como siempre, sin lágrimas, con el ruido de los chicos del comedor de fondo, ansiosos por la merienda. De la vereda uno de los más grandes trae a uno de unos seis llorando, resultado de una trifulca en medio de los juegos.
–¿En aquella época había comedores en Bancalari?
–Cuando el Monito y el Piti eran chicos, el único comedor que tenían era el que ellos mismos se hacían. Ellos comenzaron con la latita de pegamento cuando tenían diez años. Y desde entonces se juntaban en el fondo, al costado de la vía. Allá lo tenía que ir a buscar, y allá al final ya ni podía traerlo. El no era un chico que necesitaba tanto como los demás por ahí, pero sin embargo, lo que tenía lo compartía. Robaban, sí, pero era para su latita, de cinco pesos y para comer bien. Vos los veías y tenían sus yogurts, sus gaseosas, su comida. Yo lo cargaba: ¿por qué no me hacés un guiso? El agarró un cartón y se puso a cortar las verduras, las papas. Yo le decía: acá tenés una madera. Pero no la quería usar. Igual cocinó, y le quedó muy rico.
¿Por qué comenzaron? “No soportaría que terminaran como el mío”, dice Nélida Galván. ¿Qué significa este esfuerzo de mujeres en medio de uno de los barrios más pobres del conurbano? Primero aparece, como suele ocurrir, la urgencia. “El primer enemigo es el hambre, pero ése no es tan difícil como los que vienen atrás”, dicen y ellas mismas se hacen la siguiente pregunta: “¿Es suficiente con dar de comer?” Sabina Sotelo asegura que no. “Nos están por ayudar en Desarrollo Humano de la provincia, pero por ahora, sería comida y planes. Nosotros pensamos para el futuro algo más que ofrecerles a estos pibes que están en la edad justa en que empiezan a matarse con la bolsita o el consumo, un lugar del que muchas mamás no pudimos sacar a nuestros chicos porque nunca el Estado nos acompañó”.
En las historias de las mujeres con hijos “abatidos” por la policía en esta zona se funden las imágenes de la muerte con una serie de avisos anteriores a ese momento en que un policía llegó a pedir que alguien de la familia reconociera el cadáver. Monito y Piti habían caído presos decenas de veces. También habían pasado por granjas de recuperación, tratamientos psicológicos en hospitales públicos y todo tipo de intervención estatal emanada de los jueces de menores que los tuvieron a cargo a partir de sus primeras “caídas”. Es habitual que cuando los chicos ya no responden a sus madres, mujeres solas o porque los hombres trabajan o porque las han abandonado, recurren a una salida desesperada, la de la internación: “Intérnemelo doctor en uno de máxima seguridad”, suele ser el pedido. “Por eso, nosotras sabemos que con lo que hay, no llegamos a salvarlos –dice Sotelo–. Acá la idea es empezar con la leche y el pan, pero queremos hacerlo crecer. Necesitamos psicólogos, trabajadores sociales, expertos y más voluntarios que entiendan de los nuevos problemas que viven nuestros chicos pobres. Por obvias razones, ahora los pibes son más agresivos y es más difícil comunicarse con ellos”.
–¿Cómo era el Monito?
–Gastón era un chico que no se sentía. Ni se lo escuchaba andar. Con decirle que en tercer grado fue el mejor alumno y el mejor compañero, las dos cosas lo eligieron. Era, cómo decirle... un pibe bueno. A mí no me faltaba el respeto, sólo que se envició con esa porquería y era la bolsita a toda hora. Una vez me lo acuerdo que viene de noche y se mete en mi cama, por los pies. Ahí se queda quietito y lo escucho llorar. Era un chico. Le pregunto por qué y era que habían matado a un amiguito. El tenía miedo. Yo también. Pero me imaginaba que un día me iban a tocar la puerta y me iban a avisar: “doña, a su hijo se lo mataron cuando estaba robando, nunca me pude imaginar que me lo iban a matar así”.
El momento tan temido llegó, y tal como lo marca Nélida, fue distinto a los otros casos de gatillo fácil. El caso Galván-Burgos formó parte de la acordada de la Suprema Corte Bonaerense que, tras las investigaciones publicadas por Página/12, terminó con el mandato como jefe de la Bonaerense del comisario de la maldita policía Ramón Orestes Verón. Se trató de sesenta casos de menores caídos en presuntos enfrentamientos. La costumbre de la fuerza cuando decide eliminar a un adolescente ladrón es esperar el momento indicado para sorprenderlo indefenso y ultimarlo con una 9 milímetros reglamentaria. Si la víctima no llevaba un arma, entonces, se la planta un arma trucha. Con Monito y Piti la planificación del crimen, sus detalles siniestros y la saña llegaron a un nuevo límite.
En la elevación a juicio, el fiscal que investigó el caso, Héctor Sceba, de San Martín, se basó en lo que varios testigos aportaron en su despacho. Durante el juicio, los testimonios se fueron desdibujando hasta perder valor al punto de convertirse en justamente lo contrario a lo que debían ser: argumentos para pedir la absolución de los acusados. Después de ser señalados como quienes secuestraron a los chicos, y en el caso de Marcos Bressán, de soportar la imputación del homicidio agravado, los acusados escucharon cómo el mismo fiscal Sceba destrozaba, antes que los jueces, los testimonios claves de la causa.
Después de la sentencia, quince días después de esa tarde entre gallos y niños, Nélida habla, entre lágrimas, desde su casa, con el ruido del piberío de fondo.
–¿Qué cree que pasó con los testigos?
–Cada cual se quiso salvar el pellejo para sí solos, como están presos no quisieron decir la verdad. Ellos tenían muchos miedos, por el solo hecho de ser policías. Creo que más de uno fue sin saber a lo que llegaba ahí. No sabían ni para qué los llevaban. Nosotros no tuvimos abogado. Yo no sé leer ni escribir. Mi esposo sabe, pero él más que nada siguió trabajando y me dejó a mí en esto.
–La fiscalía asegura que era imposible acusar. ¿Usted qué cree?
–Hoy me doy cuenta de que un abogado la podría haber peleado de otra manera. Por un lado creo que confié demasiado en el fiscal. He visto en el caso de Guillermo Ríos cómo luchó la fiscal para culparlos. Hoy lo comparo con ese caso y ella tiene diez puntos y el fiscal uno. Es como que no había nadie en la sala que los apretara, que preguntara como ella. Esto me pasó por ser ignorante, por no haber sabido. Eso me mata, me mata peor, me duele. Por ser ignorante, así me fue. Confié en que los presos iban a decir la verdad. Era muy fuerte contra lo que íbamos a luchar. La sociedad nos abandonó. Porque no tuvimos medios, no tuvimos nada. Esta parte de la sociedad no le importa a nadie. No les importa la vida de los pibes pobres, la vida que llevan, la marginación, el acoso de la policía. El comedor me ayuda, pero a veces, los miro a los chicos y pienso que no puedo ayudarlos en nada porque yo tampoco supe cómo ayudar a mi hijo.
Por ahora juntan entre los vecinos del barrio la leche para los chicos que el primer día de la primavera eran apenas un puñado y esta semana fueron noventa. Quienes quisieran colaborar con ellas pueden comunicarse al teléfono 4846-2395. Los pasos del escuadrón se han acallado en la zona. Pero las generaciones que siguieron a la del Monito y el Piti siguen paseando por el fondo, por el costado de la vía. Doña Damiana los suele ver: “Una generación detrás de otra vemos por acá. Los de antes como los de ahora, con la bolsita”. Las madres del comedor apenas comienzan su nueva batalla.

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Al comedor de Doña Damiana ya asisten unos 90 pibes del barrio.
 
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