Domingo, 1 de noviembre de 2015 | Hoy
SOCIEDAD › LA IGLESIA DE SAN MIGUEL ARCANGEL
Por Soledad Vallejos
Detrás de los andamios, o mejor dicho, arriba de ellos, hay otro mundo. Desde aquí abajo, entre los bancos donde tres, cuatro fieles tramitan cuestiones personales con tranquilidad y ajenos al fervor del microcentro, apenas se escucha la conversación. Algunas restauradoras blanden sus pinceles en las alturas, allí donde Augusto Ferrari inventó un templo europeizado en el lugar en el que a principios del siglo XIX había uno colonial puro y duro. San Miguel Arcángel, la iglesia de Suipacha y Bartolomé Mitre que entre el 2000 y por casi una década estuvo cerrada, en breve va a empezar a florecer desde adentro hacia afuera. Un equipo de 15 restauradoras y restauradores (ellas, en realidad, son amplia mayoría, no porque aquí estén sobrerrepresentadas sino porque es la realidad del gremio, explicarán) están dando los toques finales al trabajo que empezó en septiembre de 2014 in situ, y bastante más en los papeles de preparativos, licitaciones, propuestas.
Este espacio ya existía cuando llegaron las Invasiones Inglesas, en 1807; bajo la parra de su jardín, en secreto, permanecieron los restos de Martín de Alzaga, fusilado en 1812, hasta que el clima político y el paso de los años permitió a sus familiares llevarlo al Cementerio del Norte. Bajo esta bóveda, un día de 1913 el divino bailarín Vaslav Nijinsky –estrella indiscutible de los Ballets Russes– se casó con la niña rica de Hungría, Romola Pulszky, que había dejado todo por seguirlo. Sus paredes todavía tienen las heridas de la quema de iglesias de 1955, cuando faltaban meses para que la Revolución Libertadora derrocara el gobierno constitucional peronista, pero el enfrentamiento con la Iglesia Católica estaba en su apogeo. Todo eso pasó aquí. Muchas cosas más también.
–Ahí, en la entrada, había humedad. Ese arco había sufrido gran caída de agua. En el medio, desde la mitad hacia el borde estaba todo caído. Se cuestionaba si había que bajar todo o desarmarlo. Pero pudimos ver que no era necesario, porque la estructura estaba todavía entera, que los hierros estaban bien –dice Cristina Lancellotti, restauradora formada en Argentina y entrenada en lugares como Asti, Florencia, Amiens y participante de la restauración de la fachada de Casa Rosada, entre otras cosas.
Los hierros, las mallas metálicas, la estructura para inventar una iglesia nueva donde sólo había tradición de estética de colonia, fueron obra de Ferrari. El italiano había llegado a Argentina a principios del siglo XX para vender su expertise en panoramas y terminó quedándose, teniendo un hijo argentino al que la educación religiosa convirtió en anticlerical y los genes, en artista (León, por supuesto), y dejando una obra de experto que se creía clásico pero, sin subrayarlo, inventaba.
Lancellotti dice que, antes del andamio, lo que se veía “asustaba un poco”. Pero que una vez que los andamios los llevaron a las alturas, todo pudieron ver que no era tan terrible. Que las huellas del artista se veían también en sus elecciones de material y su conocimiento práctico al utilizarlo.
Dice la experta: “Arriba, con la luz, pudimos ver que el hierro que sostenía esta estructura de madera y de malla metálica estaba bien amurado y no había problema. Eso es construcción original de Ferrari, que pintó como una escenografía. El pintó la iglesia original, que era colonial y le hizo como toda una escenografía con estos paneles, que armaba con malla metálica para lograr la forma sobre la que pintar. Pero estas estructuras son sensibles a la humedad, sobre todo si hay malla metálica, hierro, madera”. Después del incendio del 55, la superficie recibió retoques quizá poco expertos, seguramente de urgencia. Por entonces, Ferrari padre ya era viejo y no trepaba a andamios, pero dirigía desde abajo.
De todos modos, el equipo de Tarea descubrió “la decoración original”, que alguna intervención, alguna vez, pintó de blanco. Ferrari había hecho un decorado: toda la arquitectura interior estaba integrada, algo para lo cual también había tirado abajo un retablo (que se encontraba donde hoy está el altar, por su decisión). El artista también remodeló la fachada, las ventanas (donde no había vitraux), sumó mármoles a las paredes. Sólo dejó librada a su suerte el muro que bordean los peatones al caminar por Suipacha; allí todavía queda una puerta original. “¿Ves? Todo eso es ideológico. Hoy nadie haría esas intervenciones”, señala Lancellotti. Y sin embargo en la remodelación de Ferrari, que en realidad fue una re-recreación, “todo tenía un sentido, todo iba junto, y la iglesia no tenía separadas las paredes y el techo por esa línea blanca, ves, que ahí ya no está porque restauramos y encontramos su original. Si cortás algo, la unidad se pierde. Pero esta arquitectura interior estaba integrada”, detalla Néstor Barrio, decano de Tarea.
El truco está en seguir la dirección que señalan las manos y miradas de los expertos: donde el ojo no entrenado ve apenas una pared clásica, la ayuda descubre un agregado en una pequeña esquina para simular volúmenes inexistentes (la picardía de Ferrari), y un color que parecía plano resulta ser, en realidad, resultado de cientos de pequeños trazos. El objetivo era tan sencillo que destilaba complejidad: buscaban “recuperar el original con su vejez”, dice Lancellotti.
–¿Con qué se orientan?
–Tenés un sector que está todo caído y por ahí te guías. Con lo que queda –dice Barrio.
–Vas cosiendo la forma. Y donde no la podés coser, hacés un neutro. Hacés un color que no molesta el recorrido visual, pero que tampoco haga un falso –acota Lancellotti.
–¿Por qué?
–Estarías compitiendo con el autor –dice ella.
–Estarías inventando algo –redondea él.
En septiembre del año pasado, también, había paredes enteramente veladas: los hongos las habían dejado blancas. Eso también debieron analizarlo en su laboratorio (ver aparte) antes de ponerse con los pinceles y las manos en la obra. Sin esa tarea previa, lo que fueron develando no sería un Ferrari, dicen Lancellotti, Barrio y Alejandra Rubinich, que hace un rato bajó del andamio para sumarse a la charla. Lancellotti es contundente en la necesidad de respetar lo que hizo el artista: “Para bien o para mal, es la historia. Ese es el objetivo de nuestro trabajo”.
Rubinich dice que hace poco el sacerdote del templo sigue de cerca los trabajos. “Está de lo más contento”, acota Lancellotti.
–Ay, Néstor, no sabés –dice a Barrio–, ¡el otro día el padre Ricardo nos hizo un Power Point divino! Nos contó qué representaban todas las imágenes, documentó quién era quién.
En estos días, los andamios de la cúpula serán historia porque esa restauración habrá terminado. Entonces se podrá ver uno de los panoramas que Ferrari legó a Buenos Aires: “Una peregrinación a lo largo de la cual se ve todo Roma”, dice Lancellotti. También, que muchos de los personajes fueron basados en cuerpos reales, los de su esposa y algunos obreros, y hasta linyeras, a quienes pidió que posaran como modelos para las fotos que usó durante su trabajo.
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