Su piel es de porcelana y titila desde la noche que no echa a la concurrencia de la plaza. Fueron para decir “Ni una menos” y no se van aunque no haya música, ni discursos, ni altoparlantes que consignen qué decir. La marcha se convierte en una conversación con cuadros vivos que no desalojan el espacio al que fueron a plantar –en cuerpo propio– la pertenencia a su cuerpo. Isabella habla como las adolescentes decididas a que nada ni nadie pueda marcarles qué hacer. Su furia es arrogancia. Y su arrogancia, exquisita. Su cuerpo desnudo apenas cubre con cintas adhesivas negras lo que ella, apenas, no quiere mostrar. Sus pechos son pequeños y su cuerpo entero parece alumbrar una noche en la que la luna parece alumbrarla. Entonces su belleza iluminada se vuelve iracunda:

–Caminando para el colegio por Avenida La Plata un tipo me tocó el culo por debajo de la pollera. Lo corrí cinco metros, pero no lo pude agarrar. Me tocó por el uniforme y yo no soy la colegiala sexy –se enoja y le escupe como si la dedicatoria de la marcha fuera a ese y a los muchos que a las todas, alguna vez, les tocaron el culo: “Yo estoy estudiando para no ser como vos, pelotudo”.