Viernes, 12 de febrero de 2016 | Hoy
Por Josefina Fernández*
En su origen, nos recuerda Hanna Arendt, la palabra héroe era el nombre que se daba a todo hombre libre que participaba en la empresa troyana y sobre el cual podía contarse una historia. El héroe que descubre su historia no requiere cualidades heroicas, como las pensamos hoy. Es una persona común cuya connotación de valor se halla en la voluntad de actuar y hablar, de insertar su propio yo en el mundo y comenzar una historia. Héroe, en este sentido, es quien revela, da a luz o visibiliza una determinada situación, la politiza, la hace pública.
¿Qué mejor palabra que ésta para evocar a Lohana? Una persona sobre la cual se puede contar una historia, muchas y muy diferentes según quien la cuente. La mía será no solo una de esas tantas sino también una recortada: la de aquellas luchas suyas que transformaron las historias muchas de quienes tuvimos el privilegio de conocerla.
Con su cartelito Yo aborté, se la vio en las calles, a mediados de los ’90, encolumnada, “sin permiso”, en una marcha de mujeres feministas. ¡Un escándalo!, expresión que elegía para llamar a sus intervenciones políticas. Allí mismo, cuando Lohana apoyaba la reivindicación del aborto, se traía bajo el brazo el travestismo feminista, según lo denominó poco después. Inauguraba una nueva historia, desordenó el tan bien estructurado y cómodo feminismo. Género sí, género no, sexualidad, identidades desancladas. ¡Adónde vamos a llegar! ¡Nos quedaremos sin sujeto emancipatorio! ¡Cómo es que de un sexo femenino puede devenir un género masculino! Lohana nos abría la ventana a una historia que tuvo sus contratiempos, que produjo heridas, enojos, pero que también dio lugar a un debate rico, prolífico y uno de los más interesantes que el feminismo tuvo en los últimos tiempos.
La academia fue también un espacio de lucha de Lohana. Allí alteró eso que suele llamarse la “geopolítica del conocimiento”, incorporó en las altas casas de estudio sus saberes insurgentes, incluyó la diferencia en la agenda académica y lo hizo exigiendo su reconocimiento como portadora de conocimiento, con voz y perspectiva propia. Los “parroquianos” de la diferencia temblaron.
Y cuando encontró que poco se sabía de travestismo en las altas casas de estudio, ella misma se puso al lado de un grupo de investigadoras y mostró a la sociedad las condiciones de vida de las travestis. La ruptura de la división sujetos de observación y académicos era un hecho y Lohana desafiaba el poder clasificador que la academia suele tener sobre los cuerpos.
La encontramos luchando por la derogación de los edictos policiales y debatiendo sobre el Código de Convivencia Urbana. Los medios presentaban a las travestis como una amenaza, agazapadas en todos los rincones de la ciudad, la Ciudad del Santo Travesti, como rezaba un cartel por semanas colgado en la puerta de la Legislatura. Esa misma ciudad se convertiría en una gran zona roja y los ciudadanos decentes llamaban a proteger a los niños y a todos aquellos que pudieran sentirse engañados en su buena fe, en su moral y buenas costumbres.
Contra esa geografía regulatoria que, a modo de apartheid, pretendía controlar el uso del espacio, se alzó Lohana y lo hizo poniendo en cuestión las categorías de percepción y evaluación hegemónicas.
Cuando todo parecía calmarse, no tuvo mejor idea que terminar su escuela secundaria. Arremete ahora contra el sistema educativo. La negativa a ser inscripta fue el primer obstáculo. Con la amenaza de Crónica TV en la puerta le concedieron finalmente el banco. Luego vino el uso del baño. ¿Cómo te definís sexualmente? ¿Corresponde que uses el baño de mujeres o el de varones? A toda esta violencia fue respondiendo Lohana, pacientemente. Terminó elegida como mejor compañera y con el promedio más alto de su promoción.
En el año 2003 intenta inscribirse en una escuela normal y, como era de esperar, no la aceptan como alumna regular. A su empecinamiento, corresponden las mismas respuestas: ya no hay banca disponible. La intervención de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, a través de Diana Maffía y, posteriormente, de quien era por entonces Ministro de Educación, Daniel Filmus, todos los establecimientos educativos de la CABA y las dependencias de la Secretaría de Educación debían garantizar el respeto a la identidad de género.
De manera simultánea a este debate sobre el magisterio Lohana planteó otra discusión, ahora referida a la niñez y el travestismo. Pocas fueron las personas que advirtieron la importancia de este tópico. Para quienes irrumpen en la binariedad tempranamente, son primero travestis, luego prostitutas y si queda después algún tiempo, son niñas. La lucha de Lohana por ser maestra introdujo preguntas en torno a esto y torció el relato de quienes anteponían la palabra travesti a la palabra niñez.
También fue una de sus luchas desnaturalizar el vínculo entre prostitución y travestismo y en el año 2008 creó la Cooperativa Nadia Echazú como estrategia de autoempleo y apoyó luego la formación de otras muchas.
Cuatro años duró la batalla por el reconocimiento jurídico de su Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual (ALITT). “Si nos llamáramos Globito Azul, resolvemos todo”, ironizaba. La palabra travesti horrorizó a la Inspección General de Justicia. ¿Qué contribución al bien común podía hacer el travestismo? Lohana llevó su gesta hasta la Corte Suprema de Justicia aún sabiendo que el reconocimiento del Estado no significaba que las travestis accederían a recursos y planes diseñados solo para varones y mujeres. “Ya sabemos el carácter declamativo de la ciudadanía en nuestras sociedades; el camino está abierto pero la lucha continúa”, la escuchamos decir.
Integra el Frente Nacional por la Identidad de Género, una alianza de muchas organizaciones que en el año 2012 convierte en ley su implacable combate por el reconocimiento de la identidad de género autopercibido; una norma reconocida en el mundo como un caso líder en lo que atañe a los derechos de las personas trans.
Cuando le confirmaron que su estado de salud era crítico e irreversible, mandó a sus amigas a buscar su primer libro, La gesta del nombre propio. Los repartió uno a uno a cada personal médico que diariamente la controlaba. “A ver si aprenden algo de travestismo”, desafiaba.
En una oportunidad, Gilles Deleuze le dijo a Michel Foucault “usted fue el primero en enseñarnos algo fundamental … la indignidad de hablar en nombre de los demás …” Foucault respondió: “cuando los prisioneros se pusieron a hablar, resultó que tenían una teoría de la prisión, de la penalidad, de la justicia. Esta especie de discurso contra el poder, este discurso mantenido por los prisioneros, o por aquellos a quienes se llama delincuentes, es en realidad lo importante, y no una teoría sobre la delincuencia”. Cuando Lohana se puso a hablar, resultó que tenía una teoría de la sexualidad, del género, de la justicia y el derecho. Sólo teníamos que escucharla. Lohana no sólo nos dio un relato del “estar travesti” en el mundo, nos dio un relato sobre nuestras historias vitales.
Esto es lo por lo que te estoy inmensamente agradecida, Lohana.
* Antropóloga. Autora de Cuerpos desobedientes. Travestismo e identidad de género. Coordinadora junto con Lohana Berkins del libro La gesta del nombre propio.
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