Viernes, 8 de octubre de 2010 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por Esteban De Gori *
Nuestra comunidad está en ruinas. Y eso pasó mucho antes de esta toma. Porque sólo este conflicto se explica, entre otras cosas, porque algo se había roto. Algo de la vida y de sus formas de convivencia estaban extenuadas. Algo se había deshilachado y nos fuimos cansando lentamente.
La toma de la Facultad de Ciencias Sociales vino a escenificar que esas ruinas surgen de un espacio de vocabularios erosionados y de referencias vapuleadas. Estoy apesadumbrado, sobre todo, porque esas ruinas tienen el sabor de una disputa egoísta. Y las disputas egoístas entristecen, ellas no tienen ningún tipo de heroicidad porque se fundan en una lógica donde los intereses generales son presentados como algo inexistente. Entonces, lo común, es decir aquello que nos reúne, aparece como algo imposible. Esa imaginación de lo común se ha extraviado y ante esto sólo resta que cada actor con su egoísmo o perspectiva pretenda transformar sus intereses en los únicos intereses posibles. Y frente a ello, podemos advertir que ninguna comunidad puede constituirse o fundarse en la sumatoria o competencia de egoísmos o intereses particulares.
Una comunidad puede fundarse en desacuerdos, victorias y derrotas, pero sobre todo se funda cuando esos desacuerdos, victorias y derrotas son asumidas como memoria común de un grupo de personas que decide, transitoria o regularmente, compartir un espacio juntamente con otros. Por lo tanto, la comunidad se recrea con la voluntad de persistir en ella. Y para ello, hay que hacer política, política con los otros, con investigadores, con estudiantes, docentes y profesores. Hay que hacer política suponiendo el desacuerdo y las diversas formas de habitar y percibir una institución universitaria. Es decir, la política nos pone ante los otros, ante sus discursos, biografías e imaginarios. Y el otro siempre nos obliga a pensar en el todo y no sólo en nuestra propia parte. Hoy nos encontramos en momentos difíciles. Las ruinas apesadumbran, dan fastidio y sobre todo fastidian cuando se erigen sobre una comunidad que parecía o que parece viable. Nuestra insociable sociabilidad nos está jugando una mala pasada, sobre todo cuando lo “insociable” se sustenta sobre intereses que, en toda crisis, prefieren mantener sus privilegios y posiciones como si fuesen universales. Las ruinas son la escenificación de una ciudad que quedó allí, de una decadencia cercana o próxima. Digámoslo: entre esas ruinas se observa el diagrama de vocabularios políticos extenuados y de preocupaciones apagadas. Estamos un poco cansados, y el cansancio y el fastidio no se llevan bien con el entusiasmo.
Los jóvenes docentes, graduados e investigadores estamos atravesados y un poco agotados de las lógicas facciosas, tal vez ya lo estábamos de antes. Sentimos que esas referencias comunitarias que persistían de manera frágil se están disolviendo frente a nuestros ojos y que las perspectivas de sentirnos parte de un colectivo humano entusiasmado parece una lejana utopía. Lo repito, perdonen la insistencia, apesadumbra cuando se cae todo esto, cuando esa sensación de pertenencia y de horizonte común se diluye. ¿Qué podemos hacer ante esto? Lo importante, volver a recrear el entusiasmo grupal, intervenir en la vida política y del conocimiento, reflexionar sobre aquellas prácticas que han hecho de Sociales un espacio paralizado, insistir en preocupaciones intelectuales colectivas. Y, sobre todo, reflexionar sobre cómo trascender un mundo político donde las únicas metáforas que lo constituyen son del ámbito de la construcción de edificios (administrativos o arquitectónicos). Hace años que sólo se discute de rentas, materias, ladrillos, mamposterías, vigas, bares, estacionamiento; ésas parecen ser las metáforas de nuestra política y de nuestra frágil comunidad. Son metáforas estructurales, unas, de la vida administrativa y otras, de la vida arquitectónica. Estas por sí mismas no constituyen el universo total de una vida universitaria, son dimensiones significativas pero no sustantivas ni esenciales de una institución que debe reflexionar e intervenir en los debates políticos contemporáneos. Nadie puede asegurarnos, que sólo garantizando las “estructuras”, pueda augurarse un “espíritu” científico renovado y auspicioso, ni clausurar la sensación expulsiva que muchos tenemos.
Si observamos las cosas con un poco de detenimiento nos encontramos ante una oportunidad. Después de todo la toma dejará sus vestigios y problemas allí planteados para ser retomados, pensados y reflexionados. Pero, sobre todo, puede dejarnos entre nuestras manos la posibilidad de componer una vida y futuro común donde el desacuerdo, la pluralidad y la controversia sean dimensiones de su vitalidad y no sus excusas o instrumento para erosionarla.
Q Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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