Domingo, 16 de abril de 2006 | Hoy
UNIVERSIDAD › EL CONFLICTO POR LA ELECCION DEL RECTOR
Pródiga en acusaciones exasperadas, avara en ideas novedosas, la fallida elección del rector de la UBA ha revelado la latencia –siempre dispuesta al estallido– de discusiones nunca zanjadas o, ni aún, abiertas en la comunidad académica. Mientras se espera para saber si esta tercera vez –también bajo amenaza de protesta estudiantil– los asambleístas podrán reunirse y sesionar. Aquí diferentes miradas y opiniones buscan plantear líneas de debate.
Los problemas recientes relativos a la elección de un nuevo rector en la UBA son el aspecto visible de un complejo proceso de deterioro de la institución que promovieron las políticas neoconservadoras. Es cierto que en la universidad existió –desde sus voces intelectuales, el movimiento estudiantil y los agrupamientos docentes– una resistencia importante a ese proceso que resultó en una debacle de la enseñanza primaria y media a nivel nacional. No obstante, ese movimiento que había logrado un importante predominio político cultural también en el propio mundo universitario público dejó marcas fuertes y concretas. En principio, una ley –promovida por un organismo financiero y sostenida intelectualmente por especialistas en ciencias sociales y educación de tradición progresista– que caracterizó a la educación superior como un servicio y no un derecho. Pero tanto o más indicador del predominio de esas perspectivas que promovieron el desprestigio de la acción política y transformaron en dificultades técnicas acotadas lo que eran problemas republicanos, es la fragmentación y relativa despolitización de la comunidad universitaria. Un presupuesto diez veces menor a otra de las grandes universidades latinoamericanas suma un elemento estructural que hace más compleja la situación de deterioro. Probablemente el prestigio sostenido, aunque se transiten momentos difíciles, esté asociado a una impronta de alta valorización de la universidad pública que se sigue sosteniendo bajo la forma de práctica cotidiana en amplias franjas de esta comunidad académica más allá de posiciones políticas o desencantos frente a ellas.
Pero un aspecto muy grave de las luchas, relativamente exitosas, por imponer una mirada tecnicista parcializadora, es que este deterioro no haya logrado transformarse en un verdadero problema público, que la sociedad en su conjunto no pueda asumir que no debe existir, por ejemplo, este presupuesto universitario. Y que si hay problemas con los ingresantes no es que hay que restringir el ingreso, sino tomar como problema el conjunto de las políticas educativas y no cristalizar la desigualdad. Supone abordar en serio el problema educativo. Los dirigentes políticos y funcionarios estatales, los que tenemos responsabilidad en el mundo universitario, podemos “flotar” y de tanto en tanto hacer algún gesto pour la galerie o hablar en serio. El deterioro estructural que las instituciones educativas sufrieron en los ’90 es de tamaña dimensión, que sólo se puede abordar políticamente con agresividad sarmientina. Lo demás serán gestos que permitan continuar “flotando” o discusiones técnicas amparadas en un eficientismo ahistórico como promueven los organismos financieros internacionales y cuya única preocupación sobre la universidad es que la creciente masividad del sistema público sigue atada a la calidad. La universidad está obligada, para salir de esta situación, a ser una voz central, no en otorgar respuestas técnicas, sino en el debate de ideas sobre el país.
Y, en verdad, la frutilla simbólica del rancio postre del deterioro sería un rector portador de la deslegitimación política cultural de haber sido funcionario de la dictadura. Esto supone, por encima de una descalificación fácil de individuos particulares, dar cuenta de la significación político cultural que ese elemento incorpora a un espacio como el de la conducción de una de las más prestigiosas universidades de América que necesita para revitalizarse poder convertirse en una actor central de la vida política de la república...
En el desenlace de esta situación coyuntural habría que considerar que esta comunidad universitaria no tiene muchas vueltas que dar para salir de este contexto difícil. O se transforma en promotora central de un debate sobre políticas científicas y tecnológicas, sobre perfiles profesionales y académicos en función de las prioridades de la república, o se deja más o menos todo como está, atendiendo problemas parciales, lo que supone no proponerse intervenir sobre las desigualdades educativas, sociales y económicas, dejando el futuro simplemente en las manos de quienes posean mayor capacidad de imposición de políticas concretas sin haber intervenido en el debate.
Me parece muy relevante que se pueda plantear la cuestión de quiénes votan, quiénes son representados en el gobierno de la UBA. La democratización, en principio, sería la tendencia contraria a la consolidación de estructuras de poder y de formas políticas centradas en el trato directo de prebendas y cambios de favores. Eso que durante 16 años expresó el radicalismo en la universidad. La discusión sobre la reforma política de la UBA no puede ser convertida en mero artilugio o chicana electoral. Requiere una voluntad de renuncia de aquellos que hoy detentan privilegios enormes frente a sus colegas: son ciudadanos. ¿Van a hacerlo los profesores regulares que hoy sostienen opciones distintas a la de Alterini? Por otro lado, me parece que la cuestión democrática no ha podido permear la universidad, sino que es agitada por los más activos cuadros militantes. Tengo la impresión de que sin una extensión de esos problemas a la comunidad universitaria, no se saldrá de la crisis, porque no se saldrá del enfrentamiento entre un modo restrictivo y corporativo de organizar la política en la UBA, y un modo del activismo militante que sabe confrontar mejor con sus adversarios que dialogar con sus bases. Hemos dicho ya, demasiadas veces, que esa crisis es larga, y más profunda que sus momentos de explosión callejera: es una crisis que hace al sentido mismo de la universidad, al tipo de conocimientos que produce y a las elites que va creando y reproduciendo (y allí la UBA tiene que discutir tanto a las instituciones burocráticas como la Coneau, y a los modos en que se determina qué es ciencia y qué no). Sin la discusión de esos temas e, insisto, una considerable voluntad de renuncia de los que tienen privilegios ciudadanos o una profunda movilización de todos los claustros, la crisis será el estado de las cosas.
Algunos de los nudos centrales de la problemática actual que define la elección de rector en la UBA deben ser analizados desde la propia perspectiva de la historia argentina y de la naturaleza del movimiento de la Reforma Universitaria, que nació en Córdoba en 1918 y contribuyó a eliminar los criterios elitistas y anacrónicos que imperaban en los claustros universitarios hasta aquel entonces.
La reforma, movimiento que se extendió pronto a toda América latina, tuvo varios objetivos. Entre ellos, instauró el gobierno democrático en las universidades argentinas, con la participación activa de los estudiantes y estableció normas aún vigentes, como la designación de profesores por concurso. Estas medidas facilitaron el acceso a la enseñanza de nuevos sectores sociales. Pero es interesante señalar, para determinar su espíritu, algunos de los principios establecidos en el proyecto inicial de ley universitaria presentado por los reformistas, que no eran los mismos que los que rigen ahora, sino más amplios. Por ejemplo, respecto del claustro de profesores decía que tenían derecho electoral no sólo los concursados sino también los llamados “libres”, que podríamos asimilar a los ahora “interinos”. Ambos, los libres y los concursados, podían nombrar un número igual de delegados para participar en el colegio electoral que designaba a los decanos e integrar, luego, la asamblea universitaria que debía elegir al rector. En el claustro de graduados la propuesta original también era distinta: para poder votar debían estar inscriptos en el padrón al menos un año antes y pagar una cuota regular que los vinculaba a las respectivas facultades. Tenían, además, que organizar y dirigir los seminarios de investigaciones en sus respectivos ámbitos de estudio. En los dos casos, la representación se vinculaba estrechamente al grado de participación en la actividad universitaria.
Por otra parte, como lo señaló el presidente de la FUA, Osvaldo Loudet, en el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, en 1918, “no es de este siglo la universidad cerrada, burocrática, inmóvil” sino aquella “abierta, libre, científica, humana”. La universidad no puede limitarse tampoco a su “función profesional”, es decir, a capacitar los individuos para el desempeño de las diversas profesiones liberales..., debe tener una “función científica”, esto es, preparar hombres de ciencia. Este criterio en muchos momentos de la historia argentina se perdió. En 1928 Florentino Sanguinetti señalaba que “la universidad es exclusivamente profesional... no hace cultura”. La reforma no era –para él– “ni un estatuto, ni un régimen electoral”, encerraba “una nueva manera docente, una función social y un concepto peculiar de la cultura”.
Este es el fundamento de lo que está en juego en la UBA: los problemas de representatividad y una partidización política vinculada a intereses extrauniversitarios (que afectan indirectamente la propia autonomía), por un lado, y la disociación entre la profesionalización, la docencia, la investigación y los contenidos humanísticos y culturales, por otro. Ambas cuestiones deben resolverse y el consenso sobre ello en la comunidad universitaria es tan importante como la elección del rector.
Recuerdo, siendo joven alumno, en 1964, la candidatura del científico reformista Rolando García al rectorado. Surgía de Ciencias Exactas. No pudo ser, aunque es preciso reconocer que el ingeniero Fernández Long, el electo aquella vez, no hizo mal papel ante los difíciles momentos que se presentaban. No debemos ocultar el simbolismo de que hoy vuelva un nombre, cuarenta años después, emanado de esa misma facultad, el del profesor Kornblhitt, para desafiar el complejo de intereses ceñudamente profesionalistas que postulan, a través de Alterini, una universidad sin megáfono, sin calle ni movilizaciones. De algún modo, una universidad prerreformista, restriccionista y neoconservadora.
La figura del decano de Derecho creo que significa la interrupción del debate siempre latente respecto de cómo la universidad pública recobraría su voz a través de sujetos universitarios emancipados. Para que ello ocurra, es preciso desacoplar lúcidamente la universidad de los condicionamientos económicos y decisiones productivas que se hallan fuera del alcance público, emanadas de elites profesionales que más allá de su calificación intelectual –escasa en el anterior shuberoffismo, más elaborada en el candidato que ahora parece poseer los votos mayoritarios– son representativas de lógicas universitarias que reproducen la ley dominante en materia de conocimiento, trabajo y tecnologías posibles.
El desafío de las facultades de Ciencias Sociales, Arquitectura, Filosofía y Letras y Ciencias Exactas, sosteniendo al candidato emanado de esta última, es gestar un nuevo lenguaje que recree el espíritu universitario a través de una alianza entre un movimiento estudiantil que también rehabilite sus interés por la autorreflexión, el conocimiento de lo real sin clisés, la superación de la absurda escisión entre “ciencias duras y blandas”, la crítica a terminologías profesorales congeladas, el interés filosófico por la técnica y la disconformidad con disposiciones técnicas que opacan el necesario recurso a la sabiduría filosófica. En suma, la elaboración de un proyecto de enlace entre una universidad, a la vez, de masas y de alta sutileza intelectual.
De poder hacerlo (soy profesor de larga antigüedad, pero vedado de ciudadanía plena universitaria), votaría a Kornblhitt. Me gustaron sus definiciones primeras. Fieles a su origen, retoman un progresismo estricto, fuertemente democratizador y apelan a un cuadro científico riguroso. Dotada de mayores atributos conceptuales, se podrá ver en esta conjunción entre Exactas y las Humanidades presentes en las clásicas ciencias de la cultura –la arquitectura, a su modo, también lo es– una promesa que habrá que perfilar con más dedicación para convertirla en una opción profunda de la universidad argentina y conseguir la compañía revisitada de los grandes saberes heredados, la medicina, las leyes, la ingeniería, la economía, etcétera.
Apenas me permito una pequeña reserva. Kornblhitt, en su buen discurso de aceptación de la candidatura, recayó en la crítica al “enseñadero”. Sin duda, es una crítica a la ritualización serializada y ciega de la palabra docente. Pero quizá por esa hendija se filtra cierto prejuicio del laboratorista avanzado a lo que es el domicilio vivo de la universidad, la clase del profesor que, cuando es dichosa, se convierte en el eco del legado de todas las aventuras intelectuales que debemos resguardar.
Radicales, peronistas y representantes de la izquierda se han lanzado a la conquista de la conducción en la UBA. Abundantes declaraciones con raídos argumentos expresan una crisis que sugiere peligrosas tendencias hegemónicas presentes en los diferentes bandos. La UBA enfrenta una fragmentación y descrédito social con un rectorado sobrepasado por los gritos de uno y otro lado, candidatos sin programa que suman al clientelismo juicios descalificatorios cruzados en un caos que podría colapsar la ya frágil institucionalidad de la UBA. A este escenario crispado con excesos de retórica disfrazada de ideología, se suma la intromisión indisimulada y cambiante de sectores del gobierno nacional que no se abstuvo de terciar en la puja; la señal más evidente de la crisis institucional que desde la dictadura convirtió a la UBA en un campo de batalla de partidos políticos que nadie supo, pudo o quiso revertir.
Ejercicios dialécticos del “deber ser” sin correlato en la realidad, el uso de la universidad pública como un instrumento de poder grupal o personal son parte cotidiana de estrategias claramente definidas. La UBA hace décadas que desterró toda aspiración de ser foro de pensamiento crítico y lo más grave es que tampoco interesa ya que la reflexión no es atractiva comparada con el tentador calor que generan los espacios de poder. Por eso uno podría preguntarse, ¿existe en la UBA un progresismo verdaderamente transformador más allá del discurso? ¿Existe un funcionamiento democrático cuando no se recuerda una asamblea que se haya convocado para otra cosa que porotear en la elección del rector? ¿Dónde se esconden los esclarecidos profetas del cambio entre dos elecciones? Al calor del poder, resuenan los discursos sobre la democracia, el grito destemplado de la definición ideológica polarizante, pero también es evidente la ausencia de políticas y estrategias de acumulación alrededor de un programa alternativo que le dé espesor al debate lejos de las urgencias electorales. Como en los juegos de espejos, el verdadero objeto se deforma y desdibuja hasta perder identidad, sólo queda la voluntad de poder que impone la verdad del triunfador. Por eso, como otras veces una vez dirimida la puja, las aguas remansarán y los contendientes hibernarán por cuatro años conviviendo y desviviendo por el botín. Tal es el espíritu de época. Los disfraces de derecha o de izquierda se intercambian para el baile de máscaras que al caer hundirán a la UBA un poco más y la izquierda, con simplonería como otras veces, facilitará el fortalecimiento de la derecha.
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