Viernes, 8 de diciembre de 2006 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por Horacio González *
A lo largo de muchas décadas, siempre adosé a la expresión “izquierda” a alguna otra palabra que la pusiera en situación, le diera el color local, un ritmo propio. Creo que todos hicimos eso, incluso los duros entre los duros. “Izquierda revolucionaria”, “izquierda reformista”, “izquierda nacional”. Ser de izquierda era establecer las diferenciaciones últimas a nuestro favor, hacer la última escisión después de merecerlo, tener la última palabra, luego de conquistarla. Así, ser de izquierda era tomar la memoria anterior, para salvarla de su burocratización o presunto error.
Necesariamente, había algo previo. No era escisión pura, presente abstracto, el tajo repentino sin el cuidado por la delicada y compleja historia del propio tajo. Por eso, la expresión reforma universitaria, aludiendo a la de 1918, siempre evocó posiciones de izquierda, pero inmersas en un amplio pero concreto clima moral. Una izquierda algo cientificista, progresista, una gran coraza cultural, desde luego criticable cuando se petrificaba. Sin embargo, era la izquierda con su vestidura contextual, su ropaje profesional, sus modos previos, era el tajo y lo dubitativo del tajo. Ahora, deshechos esos atuendos, despojados de encanto simbólico, parecen “de derecha”, y la izquierda busca sus motivos menos en las grandes concepciones del mundo, que en los sistemas de ciudadanía internos y en los regímenes estatutarios de las universidades. Es cierto, todos queremos reformularlos, ampliarlos, declarar el fin de los estamentos cerrados profesorales, ir hacia la remuneración universal del trabajo docente, pero no a costa de la volatilización de los claustros, de la omisión el problema de los propios lenguajes enclaustrados –deficiencia común a izquierdas y derechas–, de la desconsideración respecto de los irreductibles estilos de conocimiento y de las singularidades vocacionales. Esa izquierda difusa –nacional popular en los ’70, radical alfonsinista en los ’80– ha desaparecido. Desapareció su amable envoltorio vago, su utopía superficial pero perseverante, su continuidad problemática. No hay más corrientes universitarias de pensamiento. No hay creencias culturales de contornos amplios. ¿Qué ocurrió en los últimos años? Se regimentó el lenguaje en los doctorados, se mecanizó la evaluación pedagógica y se escindió el cuerpo político de la universidad como si fuera una mandarina. Ya no hay convivencia libre entre los lenguajes más exigentes; triunfan las pedagogías lacradas o las políticas del puro tajo. He allí “la crisis de la UBA”.
En todos los campos, el principio de escisión ha ganado; ser de izquierda es un énfasis en torno de la escisión, una sentencia para hacer quedar a casi todos a la derecha, con izquierdas aguijoneantes que gozan de esa develación, con la alegría de vernos del otro lado del devocionario más sumario y radical. Llegamos así a una disyuntiva: o fundar de nuevo la universidad sólo basada en sus núcleos escisionistas con una pequeña porción activa del movimiento estudiantil y con reglas del todo nuevas –-no ocurrió así en el ’18, donde el gobierno de entonces intervino a favor de los reformistas– o producir un nuevo sentimiento masivo (entonces, sin escisión pura) para la reforma intelectual, moral y política de la universidad. Es que la necesaria reforma del estatuto, si no confluye con la reforma pedagógica, llevará a la paralizante división instrumental entre izquierdas y derechas, donde todos estaremos presos de un juego de espejos devastador. No es deseable ni el goce de develar que antiguos profesores descubren asustadizos los murales del orden, ni un puritanismo que incomunica una institución y que, al extenuarla, extenúa también el juego asociativo de sus formas autocríticas. Abandonemos las políticas de partición, la mandarina escindida; volvamos al descubrimiento común, a la huerta de frutos contradictorios, heterogéneos. Llegó la hora de preguntarnos si no es esto último –la esencia misma de la idea de universidad– lo que estamos destruyendo. Una nueva izquierda que sepa cargar el complejo legado común debe mostrar otros caminos.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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