Jueves, 7 de enero de 2010 | Hoy
VERANO12 › “EL HIJO”, DE HORACIO QUIROGA
Por Gustavo Nielsen
Un árbol se enciende en una tormenta, las ramas caen, ruedan con sus hojas quemadas en el viento del campo hasta quedar atrapadas en las redes tirantes de los alambrados. Las reses enfermas se acercan a morir a los alambres como si ese tendido fuera una última cama. El caballo enloquece si lo dejan demasiado tiempo atado a uno de sus postes: dicen que el silbido constante del viento pasando por ese pentagrama metálico es una música del diablo, que le tuerce las fauces y le desequilibra la razón.
Cuando era chico cazaba liebres a tiros de escopeta. Hay que arrinconarla contra el alambrado; la liebre duda antes de pasar, y es en esa duda donde se queda quieta para que le apuntemos.
También cazábamos perdices con el método de la soguita. Se arma una horca con un piolín y se la deja extendida y abierta, atada al alambre de más abajo y pegada al poste en el que descubrimos que pasa la perdiz. El descubrimiento lo hicimos por las huellas; la perdiz volverá a transitar el mismo camino cada noche. Llegará al poste, bajará la cabeza para no toparse con el alambre –como si fuera alta, como si tuviera un cuello a lo Modigliani– y morirá ahorcada en la trampa, de tanto tirar, después, para escaparse. Las más inteligentes no mueren; se echan a esperar a que alguien se apiade y las desate. Si yo llegaba antes de las diez de la mañana y el animal estaba vivo, le ponía un nombre y la dejaba ir. No sé si para sentirme bueno o para imaginar lo que ella terminaría contándoles a los suyos, en adelante. Si llegábamos después de las diez, lo más probable era que encontráramos apenas cabeza y cogotito, como un regalo de la muerte. Desayuno de gato.
En los tabacales de la Mesopotamia dejan redes en los campos para cazar arañas. Las redes son alambrados entrecruzados, ilógicos, para el campo, en su madeja. A veces agarran cosas que no parecen arañas, e inauguran leyendas.
Quiroga cazaba fantasmas en la selva asfixiante de Misiones. Usaba la espesura como alambrado, e iba hacia ella sin machete, para no perturbarla. En ocasiones se quedaba quieto por horas, mirando fijamente esa espesura. Cerraba los ojos. Las víboras le pasaban por sobre sus sandalias, las avispas salvajes se juntaban a ennegrecer su cara. Y entonces un fantasma chiquito se confundía y se le enganchaba adentro de la barba, que de tan cerrada era como la misma selva. Por la presencia del fantasma, los demás bichos rajaban. Quiroga se volvía caminando a su casa de madera y, cuidadosamente, lo buscaba en su barba. Hasta que finalmente lograba arrancarlo. Lo miraba un cachito; tal vez le ponía nombre. Por qué no. Pero siempre lo dejaba volar, para que otros lo vieran. Para que los demás aprendieran a asustarse.
Por eso quiero a Quiroga. Es nuestro Poe.
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