Viernes, 25 de enero de 2013 | Hoy
Por Jorge Consiglio
El cuento por su autor
Los cuentos son siempre encrucijadas, sitios de cruce. En ellos, inevitablemente, se condensan ideas. Ideas que crecen como tumores hasta que se las drena en una ficción. En “Excepto los trenes” confluyen por lo menos tres que tenía en la cabeza a la hora de escribir el texto.
La primera tiene que ver con un episodio que me ocurrió en la infancia. Tendría seis o siete años. Vivía en Villa del Parque. Una mañana de cielo impecable, acompañé a mi madre a hacer las compras. Subimos tranquilos por Tinogasta hacia Cuenca, pero en Helguera decidimos cruzar las vías por el puente. Cuando nos acercamos a la estación del San Martín, notamos que en los andenes pasaba algo. Había corridas. Nos cruzamos con dos policías que se metieron en las boleterías. Una vecina nos contó que un muchacho se había tirado bajo el tren. Un chico muy joven, no llegaba a los veintidós años. No modificamos por eso nuestra ruta. Subimos las escaleras. Cruzamos a los apurones. Acababan de llegar los bomberos. Mi madre me recomendó que no mirara. Le desobedecí. Distinguí un pie erguido como un mástil. De la punta de los dedos le colgaba una media roja. Nada más. Esa imagen fue el símbolo de la tragedia. No lo olvidé jamás. Con los años, pensé en la importancia que tiene la sinécdoque en nuestras percepciones: la elocuencia de la visión parcial es más compleja que la del todo. Ver el fragmento supone una tarea activa por parte del espectador. La observación del detalle, del pequeño recorte, dispara la ansiedad: el horizonte de la imaginación es tan vasto, tan grosero y fértil, que desconcierta o genera angustia.
Otra idea que siempre presente en lo que escribo es la del cambio súbito de vida. Alguien que, de pronto y sin aviso, se transforma en otro, con nuevos hábitos, nuevas costumbres; en definitiva, con una identidad completamente diferente. En el caso del narrador de “Excepto los trenes”, el proceso se desencadena a partir del conocimiento de otra persona, pero no siempre es éste el factor del cambio. Puede darse a propósito de cualquier cosa: un accidente, un viaje, una mudanza, una enfermedad. Quizás, el disparador sea solo un pretexto. Habría que pensarlo.
La última idea que puedo rastrear en este cuento tiene que ver el peso del tedio. En ocasiones, el hastío funciona como activador: la electricidad como contrapartida del letargo. Lo vi en dos ocasiones, la última debajo del puente Pacífico, en Palermo. Cormac McCarthy lo llama la “tensión del vacío”. Se asocia con la furia, con la violencia ciega, con la autodestrucción. Es una forma desesperada de hallar respuesta. Los primeros meses de 1910, Kafka anota en su Diario: “Mi estado no es la desdicha, pero tampoco es dicha, ni indiferencia, ni debilidad, ni agotamiento, ni cualquier otro interés, ¿qué es entonces?”.
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