VERANO12 › ESTEBAN ECHEVERRIA

El matadero

La perspectiva del Matadero, a la distancia, era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo, regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero, con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá, y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían, caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula, y, entremezclados con ellas, algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas, toldadas con negruzco y pelado cuero, se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa, y algunos jinetes, con el poncho calado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas al tranco, o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que, más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules, que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban, cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del Matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.

Pero, a medida que se adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse, tomando diversas actitudes, y se desparramaban corriendo, como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era que, ínter el carnicero, en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo de aquél; de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía, de cuando en cuando, una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero, y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.

–¡Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía! –gritaba uno.

–Aquél lo escondió en el alzapón –replicaba la negra.

–¡Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo! –exclamaba el carnicero.

–¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.

–Son para esa bruja: a la m...

–¡A la bruja! ¡A la bruja! –repitieron los muchachos–. ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.

Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá, una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y, resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando, uno a uno, los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones, para depositar en ellas, luego de secas, la achura.

Varios muchachos, gambeteando a pie y a caballo, se daban vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que, columpiándose en el aire, celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.

De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa; y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y, acudiendo a sus gritos y puteadas, los compañeros del rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro, y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el Juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.

Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo, tirándose horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilaban en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el Matadero era para vista, no para escrita.

Un animal había quedado en los corrales, de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres, porque tenía apariencia de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral, en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie, con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó, y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.

El animal, prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma, furibundo, y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro, donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos que estaban prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas, que se desprendia de aquella singular orquesta.

Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca, y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza, excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.

–Hi de p... en el toro.

–Al diablo los torunos del Azul.

–Malhaya el tropero que nos da gato por liebre.

–Si es novillo.

–¿No está viendo que es toro viejo?

–Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c..., si le parece, c...o!

–Ahí los tiene entre las piernas. No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño, ¿o se ha quedado ciego en el camino?

–Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?

–Es emperrado y arisco como un unitario.

Y, al oír esta mágica palabra, todos a una voz exclamaron: ¡Mueran los salvajes unitarios!

–Para el tuerto, los h...

–Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios.

–El matambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!

–¡A Matasiete, el matambre!

–¡Allá va! –gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz–. ¡Allá va el toro!

–¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!

Y, en efecto, el animal, acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió, bufando, a la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentado su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y, al mismo tiempo, se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha lo hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño, cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.

–¡Se cortó el lazo! –gritaron unos–. ¡Allá va el toro!

Pero otros, deslumbrados y atónitos, guardaron silencio, porque todo fue como un relámpago.

Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte, compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe, se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: ¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! –¡Enlaza, Sietepelos! –¡Que te agarra, Botija! –¡Va furioso; no se le pongan delante! –¡Ataja, ataja, Morado! –¡Dele espuela al mancarrón! ¡Ya se metió en la calle sola! ¡Que lo ataje el diablo!

El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras, sentadas en hilera al borde del zanjón, oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante, perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras: otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.

El toro, entre tanto, tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales, y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y, sin duda, iba tan absorto en sus cálculos, que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo, dando un brinco al sesgo, y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni frenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas. –¡Se amoló el gringo! ¡Levántate, gringo! –exclamaron–, y, cruzando el pantano, amasaron con barro, bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después, a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio. Más adelante, al grito de “¡al toro!, ¡al toro!”, cuatro negras achuradoras, que se retiraban con su presa, se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.

El animal, entre tanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones, azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta, donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego de sus perseguidores, que se hallaban desbandados, y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.

Una hora después de su fuga, el toro estaba otra vez en el Matadero, donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.

Enlazaron muy luego por las astas al animal, que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle uno, dos, tres piales, pero infructuosos; al cuarto quedó prendido de una pata; su brío y su furia redoblaron; su lengua, estirándose convulsiva, arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.

–¡Desjarreten ese animal! –exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y, gambeteando en torno de él, con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta, mostrándola enseguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal, entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez, el brazo y el cuchillo ensangrentado, y se agachó a de-sollarlo con otros compañeros.

Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea, que lo echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó: –Aquí están los huevos –sacando de la barriga del animal y mostrando, a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según reglas de buena policía, debía arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.

En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.

Mas de repente, la ronca voz de un carnicero gritó:

–¡Allí viene un unitario! –y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.

–¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.

–Perro unitario.

–Es un cajetilla.

–Monta en silla como los gringos.

–¡La Mazorca con él!

–¡La tijera!

–Es preciso sobarlo.

–Trae pistoleras por pintar.

–Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.

–¿A que no te le animás, Matasiete?

–¿A que no?

–A que sí.

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  • “EL MATADERO”, DE ESTEBAN ECHEVERRIA
    El día que me sentí en El matadero
    Por Gustavo Nielsen

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