VERANO12 › LUIS CHITARRONI

El cardenal carpintero

Imagen: Guadalupe Lombardo.

I

Que mi hermana varón y yo estuviéramos de acuerdo acerca de cuándo oímos hablar la primera vez del cardenal carpintero, nada revela ni oculta: asistimos como falsos huérfanos, y acaso como rehenes, a esa ceremonia a la que nuestros padres, en ejercicio de alguna convención hoy borrada –porque habían dejado de llevarse bien, nos dijeron–, se negaron a asistir.

Lo cierto es que el casamiento Penimpede Mamoni quedó impreso en nuestra memoria, la mía y la de mi hermana varón. Algo nos llevó a presenciarlo –la edad, tal vez– con una seriedad y una curiosidad insaciables, ausente hasta ese momento de nuestros actos. Por algo mi hermana varón consideró convertirlo en una suite. Y un detalle menor al que la mayoría de edad no le ha hecho perder significado es el murmullo que llegó a nuestros oídos en el vehículo mismo en el que nos dirigíamos a la boda: que el sacerdote encargado de casarlos era el cardenal carpintero.

Era nuestro primer casamiento “rural”, y por consiguiente ni mi hermana varón ni yo supimos cómo vestirnos. Nos asistieron sin interés nuestros padres, ya a un tris de separarse. El hijo mayor de mi madre no se fijaba en la ropa, pero deslizó, tal su estilo, alguna observación irónica. Fuimos, por lo tanto, como unos refinados mendigos, mi hermana varón con un vestido de la novia de su violonchelista, algo que parecía inconsistente y hasta invisible, por lo que corrigió esa primera elección y se echó encima un saco que usaba Glabro, su compañero de las clases de mímica. Como si esas extravagancias no fueran suficientes, había agregado un sombrero rancho (tal vez creyendo que favorecía sin consulta previa la “simpatía rural” de la boda a la que asistíamos) y ordenado su pelo en apretado rodete, que se soltó solo cuando estuvo segura de que el chileno la miraba como ella quería.

Yo me había puesto bajo mi único saco, con cazadora y martingala, que un tío postizo había traído (no para mí, claro) de Londres, digno de una cacería de zorro, una camisa a cuadros escocesa de tela tan basta que me picaba en el cuerpo. Ibamos a morirnos de calor.

No recuerdo bien el viaje, en un transporte puesto a “nuestra disposición” (vale decir a la de todos los que “íbamos desde el centro”), y no puedo recordar tampoco dónde subimos. Pero en algún momento el motor del vehículo empezó a ahogarse y hubo que bajar y esperar el relevo.

–Usted ve: –dijo un señor–, no se van a casar nunca. Ese humor anticipado, que atribuía culpas a causas o consecuencias, iba a ser nuestro compañero constante. Y fue quien lo administraba el que aseguró esta vez que el sacerdote que iba a oficiar la boda era el cardenal carpintero.

–¿Quién es el cardenal carpintero? –preguntó mi hermana varón.

–No tengo la menor idea –contesté.

–El cardenal cuchuflito –dijo la chica Freitas, que se nos había pegado.

–Me presento: Augusto Mondracir, “Tito”. Corresponsal gráfico y periodista científico.

Lo hizo en la plataforma, ante el hijo mayor de mi madre, quien le explicó que éramos parientes.

–Yo fui novio por poco tiempo de la que hoy se casa.

Como todo lo que por posesión o por herencia provenía de mamá, nuestro parentesco con los Penimpede es difícil de establecer y de explicar. En la medida en que mi mamá fue huérfana desde chica (y el papá de mi prima que se casaba en la fecha, Cholo Penimpede, era su hermano de leche), una serie de tutoras y madrastras la proveyeron de todo tipo de medio hermanas y hermanastras, de las que mi mamá había sido, primero en un caserón del Parque Chas y luego en una serie de residencias decadentes en Castelar y San Antonio de Padua, una especie de gobernanta, mientras éstas, a su vez, le procuraron cierto tipo especial de “cuñados”, en la medida en que la mayoría de ellas –tres, por lo menos– eran, en la época en que nos adoptaron a mi hermana varón y a mí como “sobrinos”, particularmente atractivas y, acaso por eso, proclives en grado sumo al adulterio. Ninguna de esas medio hermanas se trataba con el Cholo Penimpede, pero Fructuosa Freitas, que era hija de alguna, había venido a la boda con nosotros.

La segunda fase del viaje coincide en el murmullo con la primera del casorio: una visita al chiquero/laboratorio, donde se había desarrollado una especie muy intranquilizadora y briosa de chanchos largos. Para el mejor aprovechamiento de su carne, nos dijeron. Los recuerdo distintos de cualquier cosa que hubiera visto hasta la fecha (incluidos los chanchos comunes), en blanco y negro, con lo que nada perdían, porque, de acuerdo con el testimonio de mi hermana varón, que en esa parte de la suite solía taparse la nariz con la mano del arco, sin soltar el arco, el pelaje –si se llama así en los chanchos– pertenecía al tipo overo. En la medida en que soy perezoso y cómodo, mi memoria no suele inclinarse ante detalles físicos: soy incapaz de diferenciar una alhucema de una magnolia, un sauce llorón de un ciprés, el mimbre del ratán. Un anagrama de un saludo. Un chancho adulto de un jabato. Pero en este caso... Habían traído chanchos especiales de una piara ibérica que criaban en el Dehesón del Encinar, en Oropesa. Sin embargo, el rumor no me engañaba. Mondracir dijo algo hiriente a mis espaldas: como si estos pelotudos pudieran una plegaria de un estornudo y aprender a criarlos. Me sentí de inmediato halagado, implicado. Los Penimpede de la familia –cuatro de ellos, los tres hermanos menores de nuestro guía, especie de capataz– eran los cuidadores del lugar, no los dueños.

Nos llevaron luego al galpón del que sacaban la leña. Ahí estaban Remo Rugantino Mamoni, Raban, especie de patriarca, los peones y el asador, o, como decía mi hermana varón, el presidente del asado: un viejo inglés con una barba muy larga color mugre, de cuyo nombre no puedo acordarme, pero al que por comodidad narrativa (aunque no creo que volvamos a encontrarlo) llamaremos Stanshall.

Entre la gente de trabajo, se daban cuenta de que era un gran acontecimiento el de ese asado, no solo por la gran cantidad de invitados, sino porque era factible que viniera la dueña del latifundio –María Castoriadis, famosa por su temperamento de diva–, viuda reciente, y porque la boda la oficiaría el cardenal carpintero, a quien se le atribuía un romance con la susodicha. Antes de que nos fuéramos, adquirimos un nuevo temor. De acuerdo con los tiempos que corrían, el hijo mayor de mi madre dejó asentado, era necesario, antes de dejar atrás el capítulo precedente, adquirir un nuevo temor. Dispuestos a hacerlo, nos detuvimos.

–Oyen. La única manera de que salga bien el asado es hacerlo de pie a la sombra, mientras a lo lejos se oye del malón –dijo el viejo Stanshall. Pero nosotros no oímos nada.

Nota intercalada por mi hermana varón: El cardenal carpintero era un cura tercermundista que tenía la parroquia por ahí cerca, y que se había enfrentado muchas veces a la policía y al ejército para defender a los pobladores. La valentía acaso tuviera menos que ver con el oficio con el que se jactaba de ganarse la vida sino con el orgullo de compartirlo con el padre terrenal de Cristo.

II

Nos habían sentado a la misma mesa, en el patio del aljibe, que era el último de los que habían inaugurado. No era un patio propiamente dicho, claro, sino un terreno cercado por unas estructuras muy frágiles de madera que llamaban “el fuerte”. Mondracir no paraba de hablar. Comíamos y bebíamos, aunque era solo el vermouth, y se dirigía sobre todo al hijo mayor de mi madre, que se había convertido en un interlocutor interesante para alguien tan versado como él.

–Todo lo que contaron es más o menos cierto. Los ralos los trajo un gaita de Toledo, pero le salió el tiro por la culata. Después del fiasco, estos inservibles de acá se dedicaron a alimentarlos con cualquier cosa y a pichicatearlos a más no poder hasta convertirlos, como habrán visto, en una especie de tobogán de grasa. Podrán advertir por el olor de las vísceras que se trata de animales alimentados con cualquier cosa, no precisamente, como dicen ellos, con maíz ni, como los del Encinar, con bellotas.

Seguía:

–Así que usted me dijo que es primo de la víctima, joven. Sí, claro que estuve en Cuba. Y en Israel con Dayan en la Guerra de los Seis Días. Prensa Latina, si conoceré. Ahí mismo dicen que ese escritor que a usted tanto le gusta es incorregiblemente homosexual. Y hablando de Roma...

–”... junto a la Costanera/ y el pibe que miraba...” Mondracir se había puesto a gritar algo que mucho después mi hermana varón me dijo que era una canción. –¿Sabe que anoche no me dejó dormir, mocito? Y hoy tampoco parece limpio, después de esa ducha interminable. ¿Qué le picó, amigo, a esa hora? ¿Nadie lo educó entre los araucanos y los puelches, hermano? ¿Cómo se llama?

El joven recién llegado se acurrucó al lado de mi hermana varón y dijo que se llamaba Patricio Puelma. Sí, le gustaba mucho Favio, lo había visto en Viña. Tenía unos anteojos (de armazón gruesa) que parecían poner en órbita sus ojos minúsculos de pez. Sin anteojos eran de una rara belleza, desenterrados de la hondura vertiginosa de la miopía. Mi hermana varón le puso a esa parte de la suite en que los dos lo descubrimos Brewster MacCloud.

Mi hermana varón nos hizo una seña. Era muy buena en eso de hacer señas. Caminando, nos perdimos en el cementerio de disidentes, ahí nomás. Leímos unas lápidas: Sansón Carrasco, Behemot Abulafia, Hasdaï Crescas... Mi hermana varón había llevado una libreta y anotó los nombres, pero nunca la encontré. Era la parte elegíaca de la suite.

Cuando estuvimos de vuelta, Mondracir seguía parloteando.

–Uno no sabe bien cómo pasa –dijo Mondracir–, pero el cardenal carpintero dejó de ser de buenas a primeras un fenómeno religioso para convertirse casi exclusivamente en un fenómeno ornitológico. Parece que es como le gusta más al pueblo. Y se puso a silbar.

Después siguió:

–Si serán, estos indios de mierda: se lo quieren cargar al cardenal carpintero, que los defiende, pobre diablo. Los que no lo sepan de indios, como usted, anteojito, estúdienlo con la pandilla Uanantú, que no es una tribu. La mujer del servicio en casa, cuando le pregunté a quién iba a votar, dijo: Chamizo Ondarts. Como yo. Mire si serán.

¿A qué indios se refería? ¿Al malón del que hablaba Stanshall?

–¿Entonces el casamiento no va a servir de nada?

Un turiferario y un monaguillo se pusieron a pulsear. Uno de los dos era enano y tenía una fuerza descomunal. Cargaba una joroba como un odre involuntario.

No faltaba nada.

–Como en Canaán, empieza a escasear la bebida. Permítanme que les recuerde a los responsables, ya que no puedo hacer milagros –y Mondracir se fue derechito por la línea del fuerte. No lo veríamos hasta mucho más tarde. Y cuando lo oí de nuevo, ya no pude saber qué decía.

Nota intercalada por mi hermana varón: No era cierto que no contara con la adhesión popular, como lo demuestra esta versión de una de las murgas: “el cardenal carpintero,/ no pasará un día sin ser murguero,/ y llegará enseguida a ser obispo// de chiripa/, como todo en esta vida,/ pero por fumata// llegará más rápido a ser papa”.

III

Después del baile –Trío Galleta, Vox Dei, Casashock–, asistimos a la boda de tan lejos que nunca supimos de veras cómo era el cardenal carpintero. Las chicas aseguraban “muy churro”.

–El luto le sienta a Electra –dijo mi hermana varón cuando vio entrar (en realidad salía de algún galpón para invadir entera la intemperie con su viudez entera, su hybris sin grietas y el rictus de su despectiva indiferencia María Castoriadis, de impecable tailleur, un parche sobre el ojo izquierdo). Mi hermana varón encontraba inflexiones exactas para decir cosas así.

–Más caros que los desastres para el partido son los escándalos –había dicho María Castoriadis.

–La carga de la brigada ligera –dijo en un suspiro mi hermana varón, mientras nos empezábamos a alejar. En efecto, la pared de lo que llamábamos “el fuerte” había empezado a moverse para nuestro lado. Entonces supimos a qué se refería el viejo Stanshall cuando hablaba del “malón”.

No, no eran indios, aunque montaban como tales. Eran los bonetudos. Casi con cortesía, con modestia, haciendo una curva elegante, por la grieta abierta en el fuerte, entraron los primeros. Mi hermana varón y yo, que por las vueltas que habíamos dado estábamos a esta altura enfrentados, sin norte, quedamos mirándonos. Se puede decir que nada de lo que ocurrió lo esperábamos (y era predecible: nunca antes habíamos estado en el infierno). Puelma, al lado de mi hermana varón, estaba encandilado como una vizcacha. Tenían esa manera de montar que alguien observó con benevolencia era superior a la de cosacos, mamelucos y sioux, y que consiste en montar a pelo el caballo que no ha sido domado. Yo sabía de caballos. Era una pasión libresca que me obligó a admirar el desgano con la que los bonetudos llevaban sus pingos al epicentro de esa ceremonia sin clave, eucaristía ni transubstanciación. De esa misa sin comensales. Sí, no eran indios verdaderos. Eran choros, ladrones, cuatreros, abigeos. Se vestían así desde un carnaval sin consecuencias, en el que se llevaron la ropa de unos chicos que se bañaban en la laguna de Lobos.

Pasearon o desfilaron enfrente de nosotros con las caretas puestas. Y no se puede decir que estuvieran en condiciones de lucirse. Iban vestidos como mamarrachos y los caballos eran unos matungos muy manoseados. Me pareció que antes, cuando los vimos en acción –y mi hermana varón coincidió conmigo– tenían más garbo, pero a lo mejor era el movimiento mismo el que le daba a todo otro realce. No sin insolencia uno se acercó a nosotros y le hice a mi hermana varón una mueca.

Los bonetudos volvieron enloquecidos y arrasaron con todo, a los gritos. Cuando ocurren cosas como éstas, los actos individuales dejan de parecerse a sí mismos, porque las consecuencias desencadenan tanto aluvión de brillo, de gotas deslizándose en la oscuridad de lo inmóvil, que debemos cuidarnos como nunca. Uno se acercaba a mi hermana varón.

Entonces trajeron del altar al cardenal carpintero. Venía envuelto en harapos, parecía un bicho canasto. Lo tiraron en el patio del aljibe, cerca de nosotros. Y ahí nos dimos cuenta de que nos habían engañado. Toda la noche todos. Incluso nuestros padres, a punto de divorciarse, para ensuciarnos o para ensayar la tragedia sin medir las consecuencias, lisa y llanamente. Puelma, después del rapto, con los ojos muy abiertos, dolorido, tarareaba algo, tal vez otra canción de Favio; mi prima Fructuosa, la chica del aparato, con un juguete en las manos, un duravit... El cardenal carpintero, no dijeron, se había escapado y trajeron envueltos a sus secuaces.

A Raban lo rodearon, pero no le hicieron nada. Los caballos, menos feroces que los jinetes pero más próximos, lo hociqueaban. No les hacía frente él, con los brazos bajos, actitud que parecía –nos parecía a nosotros, tratando de estar atrás de todo– más heroica, aunque fuera solo honesta. No era fácil ni por asomo detectar un matiz de honestidad en Mondracir. Y ahí estaba, por fin, fingiendo ser la víctima verdadera, rindiéndose, deshojado ya de los harapos, como un San Sebastián. Los bonetudos daban vueltas alrededor de él, sin tocarlo. Acariciándolo de lejos, a lo sumo, con un plumero. Hasta que uno, uno que salió del fondo montado en un tordillo, y que tenía el pelo negrísimo y muy largo, llegó hasta él apartando a los otros y le asestó un lanzazo. No oímos si gritó. Casi enseguida empezó a salirle sangre de debajo del pecho. Eso pareció alentar y orientar a los demás, que arengaban en una media lengua, escupiendo sobre todo. Otro indio llegó al galope y se abrió paso e inició una ofensiva distinta, arrojándole a Mondracir brasas. Al que las tiraba no parecían quemarlo. Eran ascuas del asado, parte del rescoldo, que los bonetudos había metido en una bolsa de arpillera ya medio incendiada. Sacaba las brasas, las soplaba para avivarlas y así las arrojaba al último cristiano. Sin darnos cuenta, nos habíamos puesto en fila Puelma, mi hermana varón, el hijo mayor de mi madre, la chica de Freitas y yo.

Subimos al vehículo, haciendo equilibrio, disimulando la procesión.

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