VERANO12 › ANTONIO DAL MASETTO

Dentadura Goles

Hablo de cuando éramos adolescentes. Una época en que nos aburríamos bastante y dábamos vueltas por el pueblo e inventábamos de todo para entretenernos. Permanecíamos atentos a la actividad de ciertos personajes. Durante un tiempo nos interesó muy especialmente el Chiche Rugantino. Muchas veces le habían prohibido al Chiche la entrada a la cancha. A los referís el Chiche les había tirado con todo lo que se pueda imaginar. Cascotes, ladrillos, listones de madera, pedazos de caños, naranjas, botellas de gaseosa. Hasta con un sapo tiró una vez. En esa época el alambrado que separaba a los espectadores del campo de juego tenía apenas un metro de altura. Eso facilitaba las cosas y para colmo el Chiche tenía una puntería extraordinaria. No fallaba nunca. En su historia hubo una larguísima lista de árbitros averiados.

Después de un tiempo de suspensión, le volvían a dar permiso de ingreso porque era un buen tipo y en el club todos lo querían y él juraba y perjuraba que no volvería a suceder, que los anteriores habían sido arrebatos de indignación incontrolable, pero que de ahí en más sabría comportarse. En fin, que de nuevo volvía el Chiche a la cancha. Eso siempre que nuestro equipo jugara de local, porque los otros clubes no lo dejaban ni arrimar a la ventanilla de la boletería.

De todos modos, pese a las promesas y cumpliendo con una reglamentación que sólo funcionaba para el Chiche, en la entrada lo palpaban como quien dice de armas y le avisaban: “Mucho ojo, Chiche, ésta es la última”. Lo de palparlo era una prevención inútil, ya que el Chiche nunca llevó nada encima para tirarle al referí, los proyectiles se los procuraba en la cancha misma y en el momento del arrebato de indignación incontrolable, lo cual demuestra que no tenía malas intenciones, que no había premeditación. Pero lo cierto es que rápidamente otra vez teníamos un árbitro estropeado.

Y ocurrió que al cabo de una suspensión más larga que todas las anteriores volvieron a permitirle el acceso, pero únicamente si lo acompañaban dos amigos, socios del club, gente de confianza, que se le colocarían uno de cada lado y no le permitirían moverse pasara lo que pasara.

No era una final de campeonato, pero en ese partido los dos equipos se jugaban la punta. Terminó el primer tiempo cero a cero y en el comienzo del segundo hubo un penal tan alevoso contra uno de nuestros delanteros que ni la madre del defensor se hubiese animado a pasarlo por alto. Pero el referí no cobró. Todos dejamos de mirar el juego y nos dimos vuelta hacia donde estaba el Chiche Rugantino. Vimos cómo los dos amigos que lo cuidaban acababan de dar un paso atrás y se habían encorvado un poco hacia adelante y mantenían los brazos abiertos como dos luchadores a punto de soportar una embestida. Y entonces fue cuando el Chiche, los ojos locos, miró hacia un lado, miró hacia el otro, vio que estaba acorralado, se sacó la dentadura postiza, apuntó y disparó.

Y como siempre, con mucha precisión. La dentadura le dio exactamente en la nuca al referí y el fulano se fue al suelo. No estaba lejos de nosotros y pudimos verlo bien, tendido boca abajo sobre el césped y la dentadura clara en su pelo negro. Después, al contar la historia, como suele ocurrir, vinieron las diferentes versiones y también las exageraciones, y hubo quien aseguró que los dientes se habían clavado con fuerza en la cabeza y no querían soltarla y costó bastante trabajo arrancarlos.

Ahí se diluye mi historia del Chiche. Algo en la memoria me dice que a partir de ese hecho, para nosotros, los de la barrita que íbamos a la cancha esperando verlo entrar en acción, se acabó su ciclo. No podría explicar la razón. No recuerdo. Es probable que, con aquella hazaña de la dentadura, llegáramos a la conclusión de que el Chiche Rugantino había dado todo lo que un hombre puede dar en su especialidad, y que más allá de eso ya no se podía esperar gran cosa.

- - -

Un recuerdo de hace años.

Estoy en un tren suburbano que salió de Retiro con veinte minutos de atraso y en la primera estación vuelve a detenerse unos quince más. Los pasajeros comentan en voz alta, protestan. El único que parece no darse cuenta de nada es el flaco de piernas largas que está sentado frente a mí. Mantiene la radio portátil pegada a la oreja, escucha un partido de fútbol. Mira a través de la ventanilla y llora. Llora en silencio, sin gestos, inexpresivo. Las lágrimas ruedan por las mejillas y van a mojar la remera color crema.

Termina el primer tiempo y apoya la radio sobre el asiento. Advierte que lo estoy observando.

–Qué grande –dice.

–¿Qué cosa? –pregunto.

–El Bocha. Grande, grande. Bochini es lo máximo.

Saca un pañuelo y se seca los ojos.

–Siempre me hace llorar.

Suspira. Se sopla la nariz. Guarda el pañuelo en el bolsillo de la campera.

–La primera vez que lloré fue en mil novecientos setenta y tres. Esa tarde me escapé de la escuela y fui a ver por televisión el partido de Independiente con la Juventus. Jugaban en Roma. Los rojos iban en busca del título mundial. Veintiocho de noviembre de mil novecientos setenta y tres. Faltaban unos quince minutos para que terminara el partido, o menos de quince, y de pronto apareció el Bocha, agarró la pelota y no lo paró nadie, se fue solito hasta el fondo del arco de los tanos.

Se cierra la campera, se frota los brazos con fuerza.

–Cada vez que empiezo a hablar del Bocha y de Independiente me dan escalofríos.

Se para, golpea los tacos de los zapatos contra el piso, se despereza, vuelve a sentarse.

–Poco después de aquel partido con la Juventus tuve la suerte de conocerlo personalmente al Bocha. Mi padrino, el primero que me llevó a una cancha, el que me enseñó a amar a los rojos, me lo presentó en los vestuarios del club. Yo tenía doce años, el Bocha diecinueve. Fue algo increíble. Desde entonces jamás le fallé un partido. Voy de cualquier manera. A menos que jueguen afuera, como hoy. Bochini es único, el más grande, un adelantado.

El tren arranca y se detiene apenas salido de la estación. Se oyen las voces indignadas de los pasajeros.

–Tengo un amigo, un tipo grande, siempre me dice que De la Mata era mejor. Me cuenta cómo una vez, en la cancha de River, se apiló a siete y se la mandó a guardar. Yo no le discuto, pero después del triunfo con Estudiantes en la copa, cuatro a uno, lo encontré y lo paré en seco: “Ya sé, ya sé, no me digás nada, De la Mata era mejor, pero ayer Dios se puso la camiseta número diez y goleamos”.

El tren da marcha atrás y regresa a la estación. Algunos pasajeros bajan, se juntan en el andén y tratan de averiguar qué está pasando.

–Y aquella noche del verano del setenta y ocho, jugábamos con Talleres, habíamos quedado con ocho hombres, y de pronto, cuando ya estábamos resignados, cuando todo parecía perdido, apareció el genio del Bocha. Lloré. Después vino la final del setenta y nueve, con River, y el Bocha se mandó dos goles. Dos. Y de nuevo lloré. Me acuerdo de otro gol para la historia, en el Monumental, perdíamos uno a cero, Bochini la agarró en nuestra área, el área del río, y se la llevó hasta el otro arco: uno a uno. En un ratito ya estábamos ganando dos a uno. Y otra vez a llorar.

Saca el pañuelo y se lo pasa por los ojos.

–Mi mamá se preguntaba por qué lloraba cada vez que ganaba Independiente y me mandó al psicoanalista. Pero nadie podía entender, ni mi vieja, ni el psicoanalista, ni los amigos, ni mi novia, que me dejó porque no aceptaba mi compromiso de los domingos con Independiente. ¿Cómo se hace para explicar ciertas cosas? Para ellos no significa nada que mi apellido tenga trece letras, igual que Independiente, o que el Bocha sea de mi mismo signo.

Se oye el silbato del guarda. Los pasajeros que habían bajado al andén se apresuran a subir.

–Cuando mi padrino se puso mal lo fui a ver a la clínica, no reconocía a nadie, le tomé la mano y me quedé un rato sentado al lado de la cama, le hablé al oído: “Padrino, ayer le ganamos a Ferro y el domingo nos toca con Boca, ya estamos a un punto del primero”. Me levanté para irme, llegué a la puerta y oí la voz de mi padrino que me preguntaba: “¿Jugamos en Avellaneda o en la Bombonera?”. Fueron sus últimas palabras, murió esa noche.

Siguen unos minutos de respetuoso silencio. Una vez más el tren se pone en movimiento, deja atrás la estación, levanta velocidad.

–Ahí empieza el segundo tiempo –dice el flaco.

Se apoya la radio contra la oreja, se acomoda en el asiento y fija la mirada en las grandes nubes blancas inmóviles sobre el horizonte. El flaco se está yendo, me abandona, se va, se fue.

Ese es el recuerdo.

Pienso en la imagen de aquel flaco y, lo mismo que entonces, me digo que quizás, en alguna parte del mundo, también a mí me esté esperando uno de los tantos paraísos perdidos. El paraíso perdido que me corresponde. En alguna parte. ¿Pero dónde?

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Imagen: Pablo Piovano
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