Domingo, 24 de febrero de 2008 | Hoy
¿Pero cómo Heródoto, un griego, podía saber lo que decían gentes de países remotos, persas y fenicios, los habitantes de Egipto y de Libia? Pues viajando, preguntando, observando y sacando conclusiones de lo que le contaban y de lo que él mismo había visto; así atesoró sus conocimientos. De manera que siempre empezaba por un viaje. ¿Y no hacen lo mismo todos los reporteros? ¿Acaso ponernos en camino no es lo primero que nos viene a la mente? El camino es la fuente, el tesoro, la riqueza. Sólo estando de viaje el reportero se siente él mismo, a sus anchas, se siente en casa.
A medida que avanzaba en su lectura, encontraba en Heródoto un alma hermana. ¿Qué lo empujaba a trasladarse de un lado para otro? ¿Qué le mandaba actuar, afrontar las dificultades del viaje, emprender una tras otra sus expediciones? Creo que la curiosidad por el mundo. El deseo de estar allí, ver todo aquello a cualquier precio y vivirlo en carne propia.
Se trata en el fondo de una pasión no muy frecuente. El hombre, por naturaleza, es un ser sedentario; desde que pudo dedicarse a la agricultura después de abandonar la pobre y peligrosa existencia de recolector y cazador, se estableció, feliz, sobre su pedazo de tierra, se separó de sus vecinos con lindes o murallas, dispuesto a derramar sangre, e incluso a perder la vida, en defensa de su terruño. Si lo abandonaba tenía que ser por una fuerza mayor: expulsado por el hambre, la peste, la guerra o la necesidad de encontrar un trabajo; o bien por razones profesionales cuando se trataba de navegantes, mercaderes o guías de caravanas. pero nunca han abundado las personas que durante años se dedicasen a recorrer el mundo de punta a punta por su propia voluntad, sin imposición alguna, con el único fin de conocerlo, estudiarlo y comprenderlo, para, luego, además, describirlo todo.
¿Cómo anidó en Heródoto esta pasión? Tal vez naciera de la pregunta que habría surgido en su mente de niño: “¿De dónde vienen los barcos?” Pues los niños, mientras juegan en la playa de un golfo, ven que allá lejos, en la línea del horizonte, de pronto aparece un barco y que, a medida que se aproxima a ellos, se vuelve cada vez mayor. ¿Pero de dónde ha salido? Seguramente la mayoría de los niños no se hace preguntas como ésta. Uno de ellos, sin embargo, mientras construye su castillo de arena, en el momento menos pensado puede preguntar: ¿de dónde ha salido esta nave? Al fin y al cabo, esa línea tan lejana, rayana en lo infinito, ¡parecía marcar el fin del mundo! ¿Acaso hay otro más allá de ella? ¿Y un tercero más allá de ese otro? ¿Cómo son? Y el niño empieza a buscar una respuesta. Y luego, cuando se convierta en adulto, la buscará con más ahínco todavía, empujado por esa curiosidad que no ha logrado satisfacer.
Parte de la respuesta la proporciona el propio camino. El movimiento. El viaje. Así es: resultado de sus viajes, el libro de Heródoto es el primer gran reportaje de la literatura universal. Su autor está dotado de una intuición, una vista y un oído de reportero. También es incansable: atraviesa los mares, recorre las estepas y se interna en los desiertos, y de todo ello nos da cumplida cuenta. Nos maravilla con su resistencia, nunca se queja del cansancio, nada parece capaz de desanimarlo ni de infundirle miedo (al menos jamás menciona tal cosa).
¿Qué lo impele cuando, intrépido e incansable, se lanza a su gran aventura? Creo que una fe llena de optimismo –que nosotros hemos perdido hace ya tiempo– en que es posible describir el mundo.
Heródoto me había atrapado desde la primera página. Consultaba su obra a menudo; cuando la dejaba apartada era para volver a cogerla al cabo de poco tiempo, volver a sus descripciones de personajes y escenas, a sus decenas de relatos y a su sinfín de digresiones. A cada momento intenté penetrar en aquel mundo, orientarme en él y hacerlo un poco mío.
No me resultaba difícil. A juzgar por la manera de ver y describir la gente y el mundo, Heródoto debió de ser un hombre benévolo y comprensivo, cordial y abierto, un amigo para todo. No hay en él rabia ni odio. Intenta comprenderlo todo, averiguar por qué alguien ha actuado de ésta y no de otra manera. No culpa al ser humano, sino al sistema. Malo, depravado y abyecto por naturaleza no lo es el individuo, sino el sistema en que le ha tocado vivir. Por eso es un ardiente defensor de la libertad y la democracia, y enemigo del despotismo, la autocracia y la tiranía, pues considera que sólo en el primer caso el hombre tiene la posibilidad de comportarse dignamente, ser él mismo, ser humano. Tomad nota –parece decir Heródoto–: un insignificante grupo de pequeños estados griegos ha vencido a la gran potencia oriental sólo porque los griegos se sabían libres, y por esa libertad estaban dispuestos a darlo todo.
Al mismo tiempo, sin embargo, aun reconociendo la superioridad de sus compatriotas en este terreno, no por eso los contempla y presenta nuestro griego sin espíritu crítico. Ve cómo la libertad de expresión –en principio positiva– puede convertir una discusión en una riña estéril y destructora. Muestra que los griegos son muy capaces de pelearse entre sí incluso en el campo de batalla, aun cuando se hallen frente a las filas de un ejército enemigo en pleno ataque. Aun cuando ven aproximarse a los soldados de Jerjes que ya han disparado sus primeras flechas y blanden las espadas, los griegos se enzarzan en una disputa en torno de la prioridad en la lucha: ¿a qué persa rechazamos primero?, ¿al de la izquierda o al de la derecha? ¿No habría sido este temperamento peleón suyo una de las causas por las que los griegos nunca hubieran sido capaces de construir un Estado fuerte y unitario?
Los ejércitos de insectos que antes me habían atacado sólo a mí, ahora, cuando tienen a su disposición también a Jarda, se han dividido para formar dos grandes nubes que no paran de zumbar mientras se ensañan con nosotros. Incapaces de mantenerlos a raya y cansados de su fastidiosa insistencia, acudimos a Abdou, quien, cual un sacerdote de la Antigüedad, ahuyenta con sus aromáticos sahumerios las fuerzas del mal, que en este caso han tomado forma de agresivos mosquitos y de moscas voraces.
Dejando para más tarde la conversación en torno de la actual situación en Africa (tema del que, a fin de cuentas, debemos ocuparnos a diario), seguimos hablando de Heródoto. Jarda, quien había leído su Historia hacía mucho tiempo y dice no acordarse gran cosa de ella, me pregunta qué me ha llamado especialmente la atención en este libro.
Respondo: su sobrecogedora dimensión trágica. Heródoto es coetáneo de los más grandes autores de la tragedia griega: Esquilo, Sófocles (del cual tal vez fuese amigo) y Eurípides. Su época es el siglo de oro del teatro; las artes escénicas están impregnadas del espíritu de los misterios religiosos, los ritos y las fiestas populares, de los oficios divinos y dionisíacos. Todo esto influye sobre la manera de escribir de los griegos. También en la de Heródoto, que presenta la historia del mundo a través de los avatares de las existencias individuales; en las páginas de su libro, que pretende inmortalizar la historia de la humanidad, siempre están presentes personas de carne y hueso, individuos concretos, citados por sus nombres, con sus grandezas y sus miserias, nobles o crueles, victoriosos o desgraciados. Bajo los más diversos nombres y en contextos y situaciones diferentes, desfilan por la obra Antígonas, Medeas y Casandras; ahí están las siervas de Clitemnestra y el espíritu de Darío y los lanceros de Egisto. El mito se mezcla con la realidad, las leyendas con los hechos. Heródoto intenta separar los dos órdenes, sin menospreciar ninguno de ellos ni determinar su jerarquía. Sabe lo mucho que las decisiones y la manera de pensar del ser humano dependen del mundo de los espíritus, sueños, temores y augurios que lleva dentro. Sabe que una visión aparecida en sueños a un rey puede decidir el destino de un país y de sus millones de súbditos. Sabe lo débil e indefensa que es la persona ante el miedo producto de su propia imaginación.
Al mismo tiempo, Heródoto se fija el más ambicioso de los objetivos: inmortalizar la historia del mundo. Nadie lo ha intentado antes: él es el primero en tener semejante idea. Mientras reúne material para su obra, cuando interroga a testigos, bardos y sacerdotes, siempre se topa con que cada uno de ellos recuerda cosas diferentes y de manera diferente. Además, muchas centurias antes de nosotros, descubre un importante –al tiempo que astuto y sofisticado– rasgo de la memoria: las personas recuerdan aquello que quieren recordar y no lo que en verdad ha sucedido. Pues cada individuo la tiñe del color que más le conviene y prepara en su crisol particular su propia mezcla. De ahí que sea imposible desentrañar el pasado tal como realmente fue; sólo podemos acceder a sus muchas variantes, a versiones más o menos verosímiles o que mejor se ajusten a nuestras expectativas. El pasado no existe. Sólo existen sus infinitas interpretaciones.
Heródoto es consciente de esta complicación, pero no se rinde: sigue indagando, cita las más diversas opiniones sobre un acontecimiento o las rechaza todas por absurdas, contrarias al sentido común; no quiere ser un oyente y cronista pasivo, desea participar activamente en la creación de ese maravilloso arte que es la historia: la de hoy, la de ayer y la de tiempos más remotos todavía.
Por otra parte, en la confección de la imagen del mundo que nos ha transmitido influyeron no sólo los relatos de testigos del pasado, sino también sus contemporáneos. En aquellos tiempos, el autor vivía en estrecho contacto con los destinatarios de su obra. Al no existir libros, el escritor simplemente leía en voz alta los resultados de su trabajo ante un auditorio de personas que en el acto expresaban su parecer. Su reacción se convertía en una importante guía para el autor, que así descubría si la dirección que había tomado y su manera de escribir gozaba de la aceptación y el aplauso del público.
Los viajes de Heródoto no habrían sido posibles si hubiese sido por la figura del proxenos, es decir, del amigo del huésped, una institución al uso en aquellos tiempos. Era una especie de cónsul. Por voluntad propia o por encargo remunerado, su misión consistía en ocuparse de los viajeros llegados de aquella polis de la que él mismo era originario. Perfectamente integrado y relacionado en su nuevo lugar de residencia, se ocupaba de su conciudadano recién llegado, ayudándole a resolver un sinfín de asuntos, proporcionándole fuentes de información y facilitándole los contactos. Era muy singular el papel del proxenos en aquel extraordinario mundo en que los dioses no sólo moraban entre los mortales, sino que a menudo no se distinguían de ellos. La hospitalidad sincera era de obligado cumplimiento, pues nunca se sabía si el caminante que pedía yantar y techo era un hombre o un dios que había adoptado la apariencia humana.
También tuvo Heródoto otra fuente de información, preciosa e inagotable, encarnada en los –muy extendidos a la sazón– depositarios de la memoria: los cronistas espontáneos, los contadores ambulantes y los trovadores de la Antigüedad. En Africa occidental, hasta hoy en día puede uno encontrar y escuchar a un griot, personaje que se dedica a ir de aldea en aldea y de mercado en mercado contando historias, leyendas y mitos de su pueblo, su tribu o su clan. A cambio de unas monedas o tan sólo de un modesto tentempié y un vaso de agua fresca, un viejo griot, hombre de gran sabiduría y fecunda imaginación, os contará la historia de vuestra tierra, os dirá lo que en ella ha ocurrido y cuándo, qué casos, acontecimientos y prodigios se han producido en su suelo. Y si es verdad o no todo lo que cuenta, eso ya no lo sabe nadie; y más vale no indagar, dejar las cosas como están.
Heródoto viaja con el fin de encontrar una respuesta a su pregunta de niño: ¿cómo es que en el horizonte aparecen naves? ¿De dónde han salido? ¿De qué puerto han zarpado? O sea que lo que vemos con nuestros propios ojos, ¿no es aún el límite del mundo? ¿Hay otros mundos todavía? ¿Cómo son? Cuando crezca, querrá conocerlos. Aunque más vale que no crezca del todo, que conserve un poco de ese niño curioso que es, pues sólo los niños plantean preguntas importantes y de verdad quieren aprender.
Y Heródoto, con su entusiasmo y apasionamiento de niño, parte en busca de esos mundos. Y descubre algo fundamental: que son muchos y que cada uno es único.
E importante.
Y que hay que conocerlos porque sus respectivas culturas no son sino espejos en los que vemos reflejada la nuestra. Gracias a esos otros mundos nos comprendemos mejor a nosotros mismos, puesto que no podemos definir nuestra identidad hasta que no la confrontamos con otras.
Por eso, después de hacer este descubrimiento –otras culturas como espejo en que mirarnos para comprendernos mejor a nosotros mismos–, cada mañana a la salida del sol, incansablemente, Heródoto reanuda su viaje.
Este retrato está incluido en Viajes con Heródoto
de Ryszard Kapuscinski.
(Editorial Anagrama).
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