Martes, 1 de julio de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Escribo –comienzo a escribir– esta contratapa una luminosa y estival mañana de domingo. La ventana está abierta y afuera cantan los pájaros y, en la primera plana de El País, José Luis Rodríguez Zapatero afirma: “Es opinable si hay crisis”. Y agrega: “Conceptos como recesión, desaceleración o crisis pertenecen al ámbito académico”. Y admite: “Hay dificultades”. Yo estoy corrigiendo un texto sobre el escritor irlandés John Banville (maestro en el tema de la mecánica de la realidad y de lo auténtico) y desde mi equipo de sonido brota la voz triste y las felices orquestaciones de Dennis Wilson en su legendario y recién reeditado Pacific Ocean Blue. Me duele un poco el pie izquierdo y muerdo un croissant y bebo un café. Y los motivos para abrir con esta detallada descripción de lo que hago y de lo que me rodea aquí es un rebelde pero también vano intento, con modales de antihéroe de Philip K. Dick, de mantener en pie la realidad –o al menos mi realidad– como forma de resistencia a la otra realidad. La realidad de casi todos los demás. La realidad que empieza justo donde termina el lugar donde vivo y existo. La realidad que señala y ordena que lo único que ocurre hoy, lo trascendente y atendible, no es otra cosa que el hecho de que la selección española de fútbol juega y se juega, a las 20.45 hora local, la final de la Eurocopa 2008 frente a la selección de fútbol alemana.
DOS Y, de acuerdo, se entiende la felicidad y el entusiasmo. A diferencia de lo que ocurre en el fútbol argentino –con dos mundiales ganados, alguna final perdida y por siempre campeones morales con un patológico poder de afirmación y negación–, el fútbol español lleva décadas sin ganar nada. Por lo que cada victoria es celebrada como un triunfo histórico. Y jugar una final no es casi un milagro: es un milagro. De ahí que, día a día, las transmisiones del Canal Cuatro hayan ido creciendo en extensión y delirio. Así, repeticiones hasta el hartazgo de los partidos, rescate de partidos de otras eras, presentación de hasta el último cámara acreditado como si fuera un amigo de toda la vida, seguimiento a las abuelas de los futbolistas (seres aullantes que parecen escapados de una pesadilla de Almodóvar) mientras preparan los platillos favoritos de sus nietos, estampas biográficas del DT Luis Aragonés (quien, mágicamente, pasó de ser considerado un cavernícola de bar a melancólico genio estratega paseando por el Prater con música clásica de fondo), declaraciones de absurdos fans vestidos de toreros por las calles de Viena, comentarios de especialista del alguna vez DT Camacho (sonando igualito a Torrente), y examen a fondo de la manera en que los reyes y los príncipes festejan los goles desde la tribuna VIP, donde cada vez que se enfoca a una celebridad, ésta aparece enviando mensajitos por el móvil y no mirando el partido. Y cuestiones un poco reprochables y hooliganescas como utilizar a la mascota del canal –llamada Otto, un muñequito que recuerda un poco a los dibujos de Tim Burton y que se ha agotado en quioscos y afines– para vestirlo con la camisetita del equipo rival, clavarle en cámara alfileres vudú antes del partido y, luego de la victoria, ahorcarlo en ceremonia pública en la Plaza Colón de Madrid para alegría de todos los que allí concurren a ver las batallas en pantalla gigante bajo un sol de justicia. Y por encima de todo la musiquita de ese “Podemos” que le tomaron “prestado” a Obama para sonorizarlo como el “Go West” en versión Pet Shop Boys. Pero esto –que es mucho– no es todo. En los últimos días, hasta los políticos se han contagiado del virus y utilizan analogías y metáforas futboleras para lo que venga: el ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, declaró ayer mismo que el lehendakari Ibarretxe “se metió un gol en propia puerta y se lo ha metido a los vascos” y... otro día les explico de qué va todo esto. Hoy no. Hoy no se puede. Hoy es opinable si hay crisis. Y lo demás –el futuro– depende de cómo lleguen los robots ibéricos al final de la final. Y esto sí que es inquietante: no hay locutor televisivo u opinador célebre que no diga que España ya ganó la Eurocopa. Zapatero y Rajoy van a viajar a Austria para ver la final. Si España cae, va a ser difícil sacudirse la fama de gafe, de yeta, de aguafiestas. Pero todavía falta un poco y en la televisión desfilan los rostros de los seleccionados mientras el locutor agrega –luego de cada apellido– un “Hoy pasará a la Historia”. El problema es que hay dos modos de pasar a la Historia. Ganando o perdiendo. Y los últimos no pasan a la Historia: es la Historia la que les pasa por encima.
TRES Pero a mí lo que más me interesaba leer en el diario del domingo (y no lo encontré) no era sobre los robots metegol (ya lo comenté: la promo de Cuatro donde Casillas y los suyos aparecen mutando en terminators/transformers aniquilando todo lo que se les cruza), sino acerca de El coloso. El cuadro de Goya. Una alegoría antinapoleónica pintada entre 1808 y 1812 que siempre fue uno de mis favoritos entre los suyos. Esa figura gigantesca desplazándose entre las brumas de un mundo pequeño y caótico. Y ahora parece que no es de Goya, sino de un aprendiz suyo. Un valenciano de obra irregular llamado Asensio Juliá. Al menos eso casi aseguran los estudiosos del Prado a partir del examen con rayos X, ciertas torpezas anatómicas, deficiencias en la perspectiva y el un tanto desprolijo tratamiento del paisaje y de las nubes. Curioso: lo que antes era magistral rareza ahora es burdo ejercicio de segundón. Otros especialistas en Goya & Co. –siguiendo el estilo Zapatero– dicen que es materia “opinable”. Como la autenticidad de la crisis del país. O la crisis interna en el PP; que tampoco es crisis, sino “sana discusión de ideas”, mientras Rajoy esquiva puñales de los suyos y busca ese centro que el PSOE espera –aunque no lo admita, aunque diga lo contrario– que no encuentren nunca. Porque no hay nada políticamente más redituable que un rival retrógrado funcionando como malo malísimo. En cualquier caso, parece, El coloso pasa a la Historia o, al menos, a una sala peor iluminada del Prado.
Pero quién le quita lo colgado.
CUATRO Y al final, en la final, pudieron nomás. Y –hasta donde yo sé, sé tan poco– me parece que fue justo y merecido. La gente está contenta, los locutores dicen cosas raras y exaltadas, y España se siente un poco más europea por motivos un tanto más nobles que la nueva ley de inmigración y todo eso. Ahora es lunes por la mañana y para la tarde se anuncian multitudinarios festejos en Madrid. En lo personal, se acabó la distracción: veo fútbol para vaciar mi cabeza, para no pensar. El fútbol como meditación trascendental. ¿Qué hacer ahora? Por suerte ya empieza la transmisión de los Sanfermines. Y siempre están esos debates en el Congreso y Zapatero será interrogado este miércoles acerca de la crisis que no es crisis, pero que se parece bastante a una crisis.
Mientras tanto, los robots victoriosos vuelven a casa y –a reimprimir catálogos y a corregir estudios– El coloso ha encontrado a su verdadero padre.
El resto –la realidad– es, ya se sabe, materia opinable.
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