Martes, 1 de julio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Alberto Müller *
Es difícil decir algo original, a esta altura, sobre el tema del conflicto entre ruralistas y Gobierno. Se han acumulado fundadas opiniones (en particular en este diario) que coinciden en destacar el relativo fundamento del reclamo y la inaceptable extorsión de las formas del reclamo. Pero también la forma negativa en que el Gobierno ha hecho política en estos años, lo que ha constituido el material explosivo subyacente que el conflicto ha detonado. Ahora que la fase aguda del enfrentamiento parece haber cedido, ante la instancia de la apertura del debate parlamentario, cabe ensayar alguna reflexión a más largo plazo.
Mucho se ha dicho acerca de la paradoja que representa un reclamo de esta envergadura y animosidad, por parte de un sector al que le ha ido más que bien a partir de la devaluación. La Nación, un medio claramente embanderado con el “campo”, ha destacado recientemente la impresionante valorización de los inmuebles urbanos de las localidades del interior pampeano. Hay datos concretos además acerca de cómo se han incrementado los valores de las tierras afectadas a la producción. Todo esto no se explica, sino por los suculentos excedentes rurales. Es importante descifrar este cuadro, porque revela nuevas actitudes políticas e incluso culturales que pesarán a futuro. Se trata de la presión que ejercen personas de situación económica acomodada y que se perciben a sí mismas como con capacidad y autoridad para ello.
Que grupos económicos con poder actúen extorsivamente no es nuevo. La expresión “golpe de mercado” fue acuñada por el periodismo financiero para hacer referencia al episodio hiperinflacionario de 1989, que en definitiva gatilló las tan ansiadas “reformas estructurales” noventistas. Ahora no es el sistema financiero. Ahora es el “campo” el que actúa de esta forma, blindado por los recursos que los precios internacionales y la política de tipo de cambio alto le brindaron. Es el reclamo de personas que se sienten ricas, que viven la burbuja sojera y que quizá temen que termine como todas las burbujas. Es el reclamo del poderoso –y no del marginado– frente al Estado. Es la tristeza de los nuevos ricos. No es otra cosa lo que puede explicar la hasta ahora impensable alianza de la Federación Agraria con los sectores más concentrados de la propiedad de la tierra.
Pero además el trasfondo político y cultural es peculiar, y merece ser analizado, para diferenciarlo de episodios donde las finanzas estaban en el primer plano. El clamor se asocia con antiguos mitos autóctonos, tales como aquel de que la auténtica Argentina es la que reside en el interior; no lo es una ciudad portuaria, que otea siempre hacia ultramar. El mito se completa con la idea de que es el interior rural el depositario de la verdadera riqueza argentina, rapiñada por ociosos habitantes urbanos.
Esta dualidad permanece en la conciencia social más allá de que los hechos evidencien realidades bastante más ricas, que no se prestan a maniqueísmos. El campo no lo es todo en la Argentina: su producto bruto es la mitad del producto industrial. Un cálculo que ha circulado y que sostiene que el campo y la actividad conexa representa el 40 por ciento del empleo total no es más que un sofisma: contabiliza por ejemplo las panaderías como parte indisoluble de la agroindustria, siendo que ellas existen también en Hong Kong, por ejemplo, donde seguramente no hay producción agrícola. Por otro lado, la industria no vinculada al agro ha duplicado sus exportaciones desde los ’90, representando hoy día más del 30 por ciento de lo vendido al exterior. La industria, además, dista de ser un fenómeno metropolitano: se ha expandido más allá de los límites de la región pampeana. La Argentina es hoy un país cuya actividad productiva se funda en una combinación de recursos naturales, capacidad manufacturera y desarrollo de determinados servicios. Una combinación característica, por lo demás, de cualquier economía medianamente desarrollada, que inevitablemente se torna compleja. Y en el caso argentino, una economía que requiere un tipo de cambio diferencial.
Ningún movimiento político trascendente fue capaz de apuntar a una superación de este esquematismo cultural porque su rentabilidad electoral es elevada, sobre todo cuando el desempeño de los gobiernos provinciales suele ser medido en términos de cuántos recursos le extraen a la Nación.
En definitiva, pagamos con este conflicto las consecuencias del enriquecimiento de un estrato social que en los ’90 mayormente cortaba clavos y que ahora vive bien; de rentas, en más de un caso, sin involucrarse en el proceso productivo. Pero pagamos también las consecuencias de una práctica política que ha fragmentado y que no ha sido capaz de aglutinar en torno de un proyecto común una sociedad territorialmente diversa y con una mitología particular a cuestas. Y desde ya pagamos también las consecuencias de un gobierno que no ha percibido la necesidad de ampliar un espacio de consenso no cooptado.
La pregunta es qué hacer. Los problemas estructurales tienen la mala costumbre de estallar como crisis agudas, donde lo urgente supera lo importante. Y ninguna crisis es de administración fácil, sobre todo cuando la autoridad del Estado es puesta en duda. Se necesitará razón, temple y paciencia, sobre todo por parte del Estado. Todo ello aun cuando el costo pueda ser la erosión coyuntural del apoyo de la opinión y aun del nivel de actividad, que inevitablemente se resentirá si este cuadro persiste. En definitiva, cualquier persona razonable sabe que una sociedad no puede funcionar con individuos que deciden a su albedrío quién puede circular y quién no. Hasta ahora, el Gobierno ha sido el único que ha revisado su posición, introduciendo modificaciones acertadas a la normativa original sobre retenciones. Lo razonable sería que esto ocurriera lo más pronto posible. Pero los colectivos sociales no son necesariamente razonables. Los caceroleros pudientes que muestran cacerolas supuestamente vacías, vacías por la acción de los mismos ruralistas que ellos apoyan, son una buena demostración.
* Profesor FCEUBA
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