Viernes, 27 de mayo de 2011 | Hoy
Por Juan Forn
Había en Alemania durante la Segunda Guerra un escritor que se llamaba Kasack y otro que se llamaba Nosack. Se llevaban sólo seis años pero el menor (Nosack) era una suerte de discípulo distante del mayor. Kasack vivía en Potsdam, Nosack en Hamburgo. Ambos pertenecían al “exilio interior”: ni simpatizaban con los nazis ni eran perseguidos por ellos. A fines de 1942, cuando el dominio del Reich en Europa parecía incontenible, Kasack le envió a Nosack una carta con treinta páginas de un cuento inconcluso que no se animaba a mostrarle a nadie más. Nosack le contestó diciéndole que él estaba escribiendo sobre el mismo tema. El tema era la destrucción de Alemania, la vida en las ruinas.
“En todos los ataques aéreos tengo el mismo deseo: ojalá éste sea realmente malo”, dice Nosack en su carta de respuesta a Kasack. “Casi podría decir que grito ese deseo al cielo. No es valor sino curiosidad por ver si mi deseo se cumple, lo que hace que no baje al sótano con los demás y me quede mirando hipnotizado la ciudad desde la ventana de mi departamento.” Kasack propuso entonces a Nosack un pacto secreto que comprometiera a ambos a terminar sus relatos: ya que no podían mostrar esos cuentos a nadie más, cada uno sería el único lector del texto del otro. Las misivas, por supuesto, no iban por correo; esperaban hasta encontrar una persona de confianza que viajara entre una ciudad y otra.
La destrucción cayendo del cielo pronto se haría realidad: en julio de 1943, Nosack contempló, desde la ribera del río en las afueras de Hamburgo donde había ido a pasar la noche en carpa, cómo caían sobre la ciudad 2300 toneladas de bombas aliadas e incineraban la ciudad. Poco después iba a ocurrir lo mismo en Dresde y Halberstadt y otras ciudades alemanas. Luego vendría la rendición y los primeros testimonios de los cronistas aliados que entraron en la Alemania arrasada. El sueco Stig Dagerman escribe en 1945 que los trenes alemanes viajan llenos pero nadie mira por las ventanas el paisaje arrasado: él es reconocido como extranjero precisamente por mirar, atónito, hacia afuera y hacia adentro del vagón. El inglés Victor Gollancz describe la gente que vaga por los caminos, de una ciudad a otra, supuestamente buscando parientes que hayan sobrevivido, pero en realidad víctimas de un estupor que les impide quedarse quietos en ninguna parte. En una librería de Colonia, la norteamericana Janet Flanner ve cómo se manosean a escondidas fotos de cadáveres después de la tormenta de fuego, “con la mirada perdida del consumidor de pornografía”. El suizo Max Frisch, sorprendido por la rapidez con que la hierba empieza a cubrir las ruinas (ya es la primavera de 1946), dice: “Verde, debajo escombros, debajo restos humanos sepultados y, por encima de nuestras cabezas, las estrellas. En el teatro, Ifigenia”. A su regreso a Berlín, Bertolt Brecht dice: “El ser humano aprende de la desgracia tanto como el cobayo aprende de biología en su jaula de laboratorio”. Desde su exilio en América, Theodor Adorno agrega: “El paso del duelo al consuelo no es el más grande sino el más pequeño”. Para evitar tal paso, Günter Grass y Heinrich Böll se pasaron las siguientes décadas recordándoles incómodamente a los alemanes: “En el principio de este Estado había un pueblo que buscaba su comida en la basura” (Böll) y “Un escritor, hijo, es alguien a quien le gusta el tufo y en este país todavía huelen los cadáveres en el sótano” (Grass).
Pero ni Grass ni Böll habían llegado aún a la literatura alemana cuando, en 1947, Kasack y Nosack lograron publicar sus relatos sobre las urbes arrasadas y la vida en las ruinas. El libro de Nosack terminó siendo un escueto pero escalofriante informe del bombardeo de Hamburgo y los días posteriores, que tituló Entrevista con la muerte y que pasó completamente inadvertido (la pequeña editorial que lo publicó quebró a los pocos meses). El de Kasack terminó siendo una novela, se llamó La ciudad detrás del río, recibió el consagratorio Premio Fontane y los alemanes se apresuraron a considerarlo el ajuste de cuentas colectivo que hacía falta con la locura del régimen nacional-socialista. Es interesante señalar que Kasack no le da nombre ni nacionalidad a la ciudad de su libro arrasada por las bombas. Un sabio llamado Magus recibe el encargo de ir a esa ciudad y hacer un informe de la situación para un consejo de ilustres: estamos en esa comarca de la literatura alemana que WG Sebald define con asco como “simbólico-pedagógica”. El sabio de Kasack habrá de concluir al final del libro que es imposible hacer tal informe. Nosack (que sí creía que podía y debía hacerse tal informe) recibió en estos términos el libro de Kasack: “Mediante un solo libro volvió a haber literatura alemana de categoría, y surgida aquí, de nuestros escombros”. Poco antes de morir, en 1978, Nosack seguía pensando que Kasack había elegido el camino correcto y que él se había equivocado: “En un país que tenía que prohibirse mirar atrás para economizar las energías vitales que le quedaban, recordar como recordaba yo era un escándalo”.
Una de las reflexiones más desafortunadas que Kasack pone en boca de su sabio lo lleva a preguntarse si no debieron morir millones “para dejar sitio a los reencarnados que surjan”. Y agrega que esos millones de muertos actuarían “como semilla”. Cabe recordar que el Plan Morgenthau de reconstrucción de Alemania sugería, entre otras cosas, tirar semilla sobre los escombros porque era la manera más rápida de ocultarlos. Sebald, que nació después de los bombardeos de Hamburgo y Dresde pero antes del fin de la guerra, dice que se pasó la infancia y la adolescencia con el sentimiento de que se le ocultaba algo, no sólo en la casa y en la escuela sino también en la literatura alemana. Sebald agrega que, sin el aporte “intruso” de los escritores judíos como Peter Weiss y Wolfgang Hildesheimer (que volvió de Palestina para trabajar como traductor en los juicios de Nuremberg), no habría surgido gran cosa del proceso llamado “recuperación del pasado”. Y refiere una historia que le contó el propio Hildesheimer: en una pequeña ciudad de la nueva Alemania, llena como todas las demás de personas que cometieron durante la guerra delitos que han prescripto y que llevan una existencia imperturbada rodeados de hijos y nietos, alguien empieza a llamar por teléfono, en medio de la noche, a ciudadanos respetables elegidos al azar. La voz sólo dice, en un susurro: “Han descubierto lo que hiciste”. Cada uno de los que recibe el llamado reacciona igual: deja de apuro su casa con las valijas sin cerrar y se pierde furtivamente en el horizonte antes de que asome el sol. Hasta que una noche suena el teléfono en casa de quien hacía esos llamados y una voz anónima le susurra con satisfacción al intruso: “Han descubierto lo que hiciste”.
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