Viernes, 27 de mayo de 2011 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Cristian J. Caracoche *
Si bien no existe una definición totalmente aceptada en la comunidad académica sobre qué es el capitalismo, entre los economistas podemos encontrar cierto consenso sobre algunos aspectos esenciales que caracterizan a este modo de producción, tales como el trabajo asalariado, la primacía del interés privado, la diferenciación de funciones en el proceso productivo, las relaciones clasistas, la competencia, la libertad económica, la supremacía del mercado o la propiedad privada, entre otros.
Desde los albores del sistema al presente, estos aspectos han sufrido cambios en sus manifestaciones materiales debido a vaivenes y crisis recurrentes, que han hecho reacomodar periódicamente su lógica, con la única finalidad de mantener el funcionamiento del proceso productivo bajo la órbita capitalista. Es así que cuando el amenazante “fantasma que recorría Europa” se encontraba en un auge nunca antes visto y el mundo occidental se hundía en la peor crisis de su historia, de la mano de Keynes el capitalismo debió modificar aspectos clave como la libre competencia, la supremacía del mercado y la libertad económica, en pos de refundar la idea con la cual se concebía económicamente al Estado y obtener un poco más de oxígeno para continuar funcionando. Situaciones similares se vivieron en la crisis actual cuando el ex presidente de Estados Unidos debió pedir perdón a su pueblo por intervenir en la economía al utilizar la “mano invisible” estatal en el mercado bancario. Las principales transformaciones del capitalismo, según la historia escrita, han tenido lugar en respuesta a las crisis periódicas que han amenazado el corazón del sistema.
Ahora bien, dichos cambios llevados a la práctica de forma “reactiva”, ¿han sido los únicos cambios significativos que ha sufrido la lógica capitalista en sus jóvenes 250 años?
Repasando la historia, encontramos que desde principios del siglo XX, el capitalismo potenció su desarrollo de la mano del modelo fordista. Dado un tipo de trabajo esencialmente físico, la producción en serie y el consumo masivo, se configuraba un sistema donde se pagaba una remuneración fija al trabajador a cambio de la libre utilización productiva de su fuerza laboral durante un tiempo determinado. Esta lógica desarrollada en la contratación de mano de obra se traducía en las recordadas palabras de Henri Ford Five dollars a day for an eight-hour day. Es decir, que una vez “adquirida” la jornada laboral, esta se transformaba en un costo hundido para el empresario, que debía explotar al máximo la capacidad de generar valor que tenía el trabajador; por lo cual el capitalista incurría en un costo cierto, con la expectativa de un beneficio incierto, ya que, si bien la productividad media se encontraba comúnmente entre ciertos parámetros, estos no eran garantía de rendimiento y cualquier falla en el cálculo del tiempo necesario de trabajo podría generar pérdidas.
Pasada la mitad del siglo XX, con el avance de la tecnología, la mayor mecanización de los procesos de trabajo físicos y el aumento de la importancia del sector servicios en el PBI de la mayoría de naciones comenzó a darse un vuelco hacia el trabajo intelectual. A la par de este cambio en la lógica laboral, sobrevino otro cambio en la forma de contratación, con el “trabajo por objetivos”. A partir de aquí, según la nueva ola, el trabajo a realizar por el empleado comienza a estar acordado desde un primer momento, al igual que la remuneración, pero esta vez se deja como variable libre el tiempo insumido en la tarea, es decir la extensión de la jornada laboral. De esta forma comienzan a vislumbrarse nuevas tendencias como el teletrabajo, los incentivos “no económicos” y las horas extra no remuneradas.
Durante el siglo XX, la forma de contratación de mano de obra ha cambiado de una lógica caracterizada con una remuneración y una jornada laboral predeterminada y beneficios indeterminados, a otra lógica donde la remuneración y los beneficios están determinados a priori con una jornada laboral determinada a posteriori, y que por lo general es mayor a la normal, de 45 horas semanales.
Esta última modificación en la lógica de contratación desembarcó en la Argentina de la mano del menemismo, la flexibilización laboral y los modelos de management importados que llegaron en los ’90, aumentando la explotación del sector trabajador. En los últimos meses se viene dando un debate en torno al proyecto de ley que intenta distribuir entre los trabajadores el 10 por ciento de las ganancias empresariales. De aprobarse esta iniciativa, en principio, se estaría cambiando nuevamente la lógica reinante, al pasar a un nuevo modelo donde tanto la remuneración a los empleados como los beneficios empresariales y la jornada laboral estarían determinados al finalizar el proceso productivo.
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