Viernes, 21 de octubre de 2011 | Hoy
Por Juan Forn
Pareciera que sólo el cine puede contar la Rusia actual. O que la Rusia actual sólo da para malas películas, con su mafia, sus nacionalistas y su versión salvaje del capitalismo salvaje. Pero la increíble relación con los libros que tienen los rusos es capaz de todo. Miren, si no, el duelo que se está dirimiendo en estos días en Moscú. No me refiero al baile de Natacha que ofrecerán al mundo Putin y Medvedev, uno dejando de ser primer ministro para volver a ser presidente y el otro dejando de ser presidente para volver a ser primer ministro. Esa coreografía es para que la televisión occidental llene unas horas de programación con enviados en directo ofreciendo su análisis a cámara, embutidos en gorros de astracán con la cúpula del Kremlin a sus espaldas. Los rusos están mucho más pendientes de otro duelo que ocurre en bambalinas, entre un millonario convertido en preso célebre y un segundón del gabinete a quien los politólogos de Occidente adjudican todo el mérito de esa coreografía de Estado que vienen bailando con gracia de autómatas Putin y Medvedev en la última década.
Hasta donde se sabe, ese querubín demoníaco llamado Vladislav Surkov es hijo de madre soltera, nacido en los confines de Rusia y llegado a Moscú en plena Perestroika con el propósito de hacer teatro de protesta, pero muy pronto viró al mundo de las relaciones públicas en la euforia sin ley post-derrumbe de la URSS. Su hobby eran las artes marciales y las peleas callejeras, y en un dojo moscovita conoció a uno de los jóvenes magnates que surgían de la nada en la Rusia en esos años, Mijail Kodorkovski, quien lo contrató como guardaespaldas, luego como asesor de imagen, después como mano derecha de su imperio y, cuando Surkov le exigió que lo hiciera socio, se pelearon. Mientras Kodorkovski seguía acrecentando su fortuna, Surkov se sumó a la campaña política para que Putin alcanzara la presidencia. Surkov craneó para él una astutísima combinación de realpolitik stalinista con herramientas del marketing político capitalista. Es leyenda que nadie dura mucho en el entorno de Putin, pero Surkov logró evitar las sucesivas purgas (cuando se empezó a hablar hace poco de sus ambiciones presidenciales, filtró a la prensa el dato de que es hijo de padre checheno, una manera eficaz de autoimpugnarse como candidato) y hay unos cuantos que creen que él mismo orquesta esas purgas desde su despacho, donde conviven libros de Lyotard y Negroponte con retratos de Tupac Shakur y el Che Guevara.
Con su mejor cara de Míster Bean, Surkov puede producir una película satírica anti-Putin de un director de moda y afiliarlo al partido el día del estreno, organizar manifestaciones de skinheads nacionalistas y mandar a reprimirlas, negociar con grupos empresarios la privatización de un gasoducto y orquestar la posterior campaña de expropiación y cárcel de esos mismos empresarios. Por esa razón huyeron de Rusia el hoy magnate futbolero Roman Abramovich y demás corsarios de las privatizaciones realizadas en la era Yeltsin, cuando Putin alcanzó el poder y los señaló como grandes culpables del derrumbe económico del país. Kodorkovski, que para entonces había alcanzado según la revista Forbes el título de hombre más rico de Rusia, no se fue: sobreestimó su poder (es leyenda que en una reunión con Putin le sonó el celular y atendió como si el presidente no estuviera delante) y subestimó el poder de su ex empleado. En octubre de 2003, dos días después de agasajar a Dick Cheney (el socio de Bush) en su mansión de Moscú, fue apresado en un operativo comando televisado en directo (la TV es feudo de Surkov) cuando bajaba de su avión privado en un aeródromo de Siberia.
Según sus compañeros del Pabellón 4, Kodorkovski se pasó el primer mes en la cárcel tumbado en su litera, atónito, y después hizo lo que hacen los rusos cuando caen presos: se puso a escribir. Cinco meses después apareció en una revista económica un artículo firmado por él, titulado “La crisis del liberalismo ruso”. No era una acusación a sus perseguidores, sino un ataque a sus defensores (“Desde el Pabellón 4, donde resido hoy, puedo ver más claramente que aquellos apoltronados en ambientes más confortables”). La opinión general fue que el Kremlin lo había forzado a hacerlo o lo había fraguado (los viejos hábitos). Kodorkovski contraatacó con otra epístola, y otra, y otra (en una, llamada “Prisión, Propiedad y Libertad”, escribe: “Había muchas cosas que antes no podía decir porque atentaban contra mi patrimonio. Eso es la tiranía de la propiedad. Ahora que estoy en prisión no defiendo mi propiedad sino el derecho a decir lo que pienso”), y alcanzó por fin status de causa célebre a principios de este año, cuando se publicaron sus Ensayos reunidos, con una foto en tapa que lo muestra entre rejas (la misma foto que el Kremlin usó hace ocho años, a través de su prensa afín, anunciando la suerte que correrían los magnates vendepatria en la Rusia de Putin; sólo que ahora, en la tapa del libro de Kodorkovski, parece decir: “Mientras yo esté entre rejas, todo Rusia es una prisión”).
El libro trepó al tope de las listas de best-sellers, peleando el primer puesto con una novela llamada Casi cero, firmada por un tal Natan Dubovitsky (permítanme señalar que la esposa de Surkov se llama Natalya Dubovitskaya) y con un prólogo del propio Surkov, donde niega enfáticamente haber escrito el libro y asegura que es el mejor que ha leído en su vida. La cosa no termina ahí. La versión teatral del libro que no escribió Surkov es el éxito de la temporada en Moscú. Las entradas se revenden en el mercado negro a quinientos dólares y algunos de los que pagan esa cifra reciben sólo un almohadón para acomodarse en el piso, en los pasillos laterales de la sala. El director de la obra (Kirill Serebrennikov, el hombre que está renovando el cine y el teatro rusos) ha incluido varios cambios en la pieza. El protagonista, que en la novela era un RR.PP. meramente corrupto, ahora es fáustico: no sólo vende su alma al demonio, sino que en el desenlace de la pieza desafía al mismísimo para recuperarla, en una mesa de negociación. Para los moscovitas, esa mesa es Rusia. No es que crean que, porque Kodorkovski se haga el profeta, es mucho mejor que Surkov: saben que son dos endemoniados (aunque lo condenaron por evasión impositiva, a Kodorkovski se le adjudican varias muertes de empresarios rivales, por las que fue condenado in absentia su jefe de seguridad, que por supuesto está prófugo). Lo que les pasa a los moscovitas y al resto de los rusos es que, a pesar de setenta años de realismo socialista y treinta más de degradación capitalista, todavía tienen en el adn el reflejo instantáneo de reconocimiento cuando tienen delante una buena novela rusa. Y en ésta van todos por la misma página: ya saben todos que el verdadero duelo que hay en la Santa Madre Rusia es entre el hombre que está tras bambalinas y el que está tras las rejas, mientras el mundo habla de Putin y Medvedev.
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