Viernes, 21 de octubre de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Oscar Guisoni
Si una habilidad tuvo ETA a lo largo de sus 43 años de vida fue la de saber elegir los tiempos políticos para imponer su agenda y sacar rédito en el único lugar donde le interesaba: el electorado vasco. El anuncio de ayer se inscribe por lo tanto en la mejor tradición de la banda. Cuando falta exactamente un mes para unas elecciones generales que hasta ahora, según los sondeos, ganará la derecha por goleada y con el panorama social español agitado por la peor crisis económica de las últimas décadas, ETA se asegura un protagonismo final que quizá muy poco le aporte a la hora de conseguir sus reivindicaciones históricas, pero que se traducirá casi con total seguridad en un importante caudal de voto en su propio territorio.
Era el anuncio más temido y esperado de la campaña, de eso no caben dudas. Los socialistas parecían estar implorándolo, ya que su candidato Alfredo Pérez Rubalcaba fue el ministro del Interior estrella del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, el hombre que más contribuyó con su labor durante los últimos años al debilitamiento operacional de la banda, asestando golpe tras golpe con una eficacia demoledora. Aunque ahora corre el riesgo de volverse un regalo envenenado: las prisas de Zapatero ayer por anunciar que será una “democracia sin terrorismo pero no sin memoria” apunta en esa dirección. Cuatro décadas de lucha armada y más de 800 víctimas dejan fuertes heridas y hay que ser más que buen cirujano para cerrarlas. El actual gobierno del PSOE sabe que está de salida y que por lo tanto tiene capital político cero para otorgar cualquier concesión que pueda ser vista como exagerada.
Para el Partido Popular el anuncio también es una piedra en un camino llano. Hasta ahora las encuestas le dan a Mariano Rajoy una ventaja abrumadora, que se traducirá en una previsible –y rara en la tradición política local– mayoría absoluta. El PP sabe cuánto aportó Rubalcaba a la derrota de ETA y por eso dejó ayer que los medios de comunicación más cercanos, como el periódico El Mundo y La Razón, insinuaran que había habido concesiones ocultas, mientras el ala dura del partido expresaba, de la mano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, que “los delitos de un asesino no prescriben porque asegure que no va a matar más”. Pero antes de que la piedra se transforme en muro, Rajoy tomó el toro por las astas y salió a dar una conferencia de prensa en la que expresó un entusiasmo poco habitual en él. Como buen político de raza, sabe que no puede tapar el sol con el dedo sin correr el riesgo de caer en el ridículo. Y también sabe que el proceso apenas comienza, que falta aún mucho para la disolución definitiva de la banda y que, por lo tanto, le tocará a él, como futuro jefe de gobierno, cerrar la puerta a 43 años de enfrentamientos.
Pero el actor que más ha ganado en este movimiento es, sin duda, la izquierda nacionalista vasca, que desde hace más de un año emprendió un camino sin retorno de apuesta por el fin de la violencia y ahora se dispone a cosechar sus frutos. Las trampas en el camino fueron varias. La vieja Herri Batasuna, la formación que cobijó históricamente la rama política del independentismo, supo que la guerra estaba perdida hace ya una década cuando la nueva Ley de Partidos Políticos dejó fuera de juego a todo aquel que no se pronunciara abiertamente contra la lucha armada. Fuera de las instituciones a HB sólo le quedaba el ostracismo. Y un progresivo debilitamiento que corría el riesgo de volverse muerte súbita. Pero, ¿cómo hacer para imponer una dirección política a un grupo armado que siempre se había mostrado excesivamente militarista y poco afecto a subordinarse a las decisiones del partido?
La respuesta al intríngulis la fue desgranando con paciencia de artesano el máximo referente de la vieja Batasuna, Arnaldo Otegi. El punto de inflexión fue la ruptura de la última tregua que la banda había concedido al gobierno de Rodríguez Zapatero el 30 de diciembre de 2006. Sin consultar con la dirección política, una ETA cada vez más en manos de jóvenes sin experiencia rompió sin previo aviso el cese del fuego matando a dos inmigrantes latinoamericanos en el parking del aeropuerto madrileño de Barajas con un cochebomba. Según confesó el mismo Otegi el pasado 7 de julio ante la Audiencia Nacional, ése fue el momento en el que las aguas se dividieron dentro del nacionalismo radical. La rama política necesitaba la tregua para tener esperanzas de participar en las elecciones y el modo en que ETA la rompió se volvió indefendible.
Otegi comenzó entonces un largo peregrinaje para convencer a díscolos y desconfiados, hasta forzar un pronunciamiento claro del nacionalismo independentista de rechazo a la lucha armada y no renunció a esta línea política ni siquiera cuando la Audiencia Nacional lo condenó, hace apenas unos meses, a diez años de prisión por colaboración con banda armada, una sentencia que fue interpretada como inoportuna para allanar el camino al proceso de paz. Así se llegó a las elecciones del pasado 22 de mayo en las que, luego de un largo período fuera de las instituciones, la izquierda nacionalista regresó a lo grande al escenario político vasco. Ganó en Guipúzcoa, consiguió la intendencia de San Sebastián, la segunda ciudad del país, y se consolidó como tercera fuerza en todo el territorio. La apuesta había dado resultado. El comunicado de ayer es la demostración más cabal de que ETA entendió el mensaje. Ahora falta que también lo asimile la sociedad española en su conjunto.
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