Domingo, 4 de diciembre de 2011 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Le dicen así, Hiromi. A secas. Hace un buen tiempo que me vengo fijando en ella. Mi bulimia musical estaba destinada a encontrarla. Su nombre completo es Hiromi Uehara. Es japonesa, toca el piano como los dioses y uno podría tomar coraje y decir –sin vueltas– que está revolucionando el jazz o ya lo ha hecho.
Según parece, aquí es poco conocida. Y está bien. No vaya a ser que cualquiera entre en este país de exigentes. Pero valdrá la pena abrirle las puertas a Hiromi. Es –como dijimos– japonesa, nació el 26 de marzo de 1979 en Hammamatsu y ahora está en Estados Unidos, ¿dónde si no? Los norteamericanos la tentaron, la atraparon y el mítico Blue Note se le rinde con el goce de un Ulises feliz de escuchar el canto de las sirenas pero sin ataduras, libre.
Hiromi tiene una sólida formación clásica. El piano no le guarda ningún secreto. Ella los ha derrotado a todos. Si uno estuviera algo más loco de lo que está diría que estamos en presencia de la Argerich del jazz. Pero cautela: dejemos crecer a Hiromi sin ponerle exigencias desmedidas. Como sea, que a uno se le haya ocurrido la idea del paralelismo ya habla de su técnica pianística, de la velocidad de sus dedos, de su ataque escalofriante, de la sonoridad de sus acordes. Hiromi, sin embargo, es Hiromi. Si Argerich se desboca en el teclado (aunque encuentra siempre el límite preciso que se fija a sí misma y nunca se rinde ante su prodigiosa facilidad), Hiromi se desboca en todo. No es Lang Lang, aunque no se priva de incurrir en la gesticulación, en el torbellino de gestos, poses, saltos y hasta lágrimas con que se acompaña. Pero no le anda lejos. Sucede que Hiromi es bella y todo le sale bien. Puede aparecer con un sombrero loco y hasta absurdo que nada importará: a ella le queda bien. Puede aparecer con el pelo electrizado como si se hubiera quedado pegada a un enchufe de alto voltaje. Le queda bien. Puede tocar de pie. Le queda bien. Puede hacer lo que quiera. Poner todas las caras posibles. Establece complicidades con el público. Lo mira. Levanta su hombro derecho con el alevoso y no disimulado intento de seducir. Termina de tocar una versión fenomenal de “Tengo ritmo”, de Gershwin, y abandona el taburete por el lado incorrecto o no políticamente correcto, porque se levanta ofreciéndole la espalda al público, como si fuera a irse del escenario desdeñando los aplausos que ya suenan reventando la sala. Después vuelve y se pone a hablar. No habla mucho con el público. Apenas para agradecer una que otra cosa.
Tenía seis años cuando se sumergió en la música clásica. Pero su profesora de piano tuvo otra idea. Esa idea cambió la vida de Hiromi y (acaso) también la del jazz del siglo XXI. Le dijo: “Nena, lo tuyo es el jazz”. Se lo dijo en japonés, imagino. Hiromi empezó a tocar jazz. Años después (a los diecisiete) conoció a Chick Corea, que andaba por Tokio un poco a la deriva, sin grandes compromisos, paseando o buscando vaya uno a saber qué. Ahora lo sabemos: a Hiromi. O Hiromi lo buscó a él. Fue el más poderoso encuentro (casi imposible políticamente) entre Corea y Japón. Luego tocarían muchas veces juntos. Pero el maestro de Hiromi (y se nota) fue Oscar Peterson. Uno escucha al maestro y esas manos veloces prefiguran las de su discípula. Hiromi les añade su técnica clásica, sus dedos corretean por el teclado como un torrente, indetenibles. ¿Que Peterson es negro y el jazz debe estar más en su sangre que en la de Hiromi? Esto es un disparate. La música es un idioma universal. No hay nada menos racista, nada que acerque más a los seres humanos. La japonesa Hiromi lleva el jazz en lo más hondo de su piel y de su corazón. Nadie podrá decir cómo llegó ahí. Pero no hay barrera que la música no atraviese. Uno de los encantos de Hiromi es ver a esta hermosa, pequeña japonesa tocar jazz como Chick Corea, como Peterson, como cualquiera de los más grandes. Como Erroll Gardner, sin duda.
Uno de los fundamentos del jazz (y uno de los más poderosos) es el scat. Si consultamos un buen diccionario (Simon and Schuster, se me ocurre ahora) encontraremos varios y ricos sentidos de la palabra. Por ejemplo: largarse, correr precipitadamente, improvisar, disparatado, esparcir, diseminar, desparramar. (Aquí, diseminar, nada que ver con monsieur Derrida, gracias al cielo. Los jazzmen diseminaban mucho antes que el pope francés de French Theory.) El scat –es una opinión personal y siempre discutible– tuvo dos momentos sublimes. Uno, cuando Anita O’Day, con un vestido largo, estrecho, guantes negros hasta el codo, una capelina que el viento amenazaba llevarse en cualquier momento y unos dientes insoslayables, apareció en 1958 en el Festival de Newport para consagrarse de un golpazo que todavía dura. Hizo una versión scateada de “Tea for Two” con tanto vértigo, inventiva y gracia que exige volver a verla con cierta frecuencia; todos los días, por ejemplo. Dos, Ella Fitzgerald siempre que, scateó “Cheek to Cheek”, porque siempre que lo hizo fue maravilloso. Los pianistas de jazz –a su modo– llevan el scat al teclado. El scat es la esencia de la libertad, de la improvisación, de la locura. Peterson lo hace como pocos e Hiromi como nadie, porque, al scat, le añade la técnica endemoniada de Franz Liszt.
Hiromi ama a Gershwin, era inevitable. Y toca una versión personal de la “Rhapsody in Blue” para que un Fred Astaire oriental de nombre Kazunori Kumagai la interprete en tap. Hiromi interpreta “Tengo ritmo” y le dedica su interpretación: “A mi maestro, Oscar Peterson”. Esto, en 2010, ayer nomás. Hiromi toca “Summertime” con Chick Corea y el maestro la mira con admiración y hasta con amor, cómo evitarlo. Hiromi toca en un piano Yamaha. El Steinway no es para ella. Hiromi compone hermosas melodías como “Place to Be”. Las influencias del impresionismo de Debussy y de las idealidades tonales de Satie son evidentes. Pero Hiromi interpreta “Place to Be” y mira hacia las alturas y las lágrimas se deslizan por sus tersas, muy japonesas mejillas. No, Hiromi, llorar es demasiado. Eso creo. Pero no el público, que se desborda, que no cesa de aplaudir, que se ha sumergido en la idolatría. Hiromi trabaja sobre las cuerdas del piano, las ensordece y les arranca el imposible sonido del bajista que no tiene y no necesita. (Aunque ha formado su trío.) Hiromi suele perderse en un virtuosismo que anonada a quien la escucha y ése es el triunfo de sus dedos pero no de lo que ella llama “su corazón”. “Quiero tocar”, dice, “para llegar desde mi corazón al corazón de los que me escuchan. No para llegar desde mis dedos hasta sus oídos”. A veces Hiromi cae en este peligro que acecha a todo pianista dotado: el supra virtuosismo. Horowitz fue muchas veces derrotado por este exceso de dedos. Cuando hay más dedos que música, la música desaparece. La versión de la Balada Nº 1 de Chopin bajo los dedos de Horowitz no es la Balada Nº 1 de Chopin. Atención con eso, Hiromi.
Por lo demás, toda en ella es genial. Su risa, su alegría, su vitalidad, que se te contagia como un virus jubiloso. ¡Sus zapatillas deportivas! No sé si son Nike o qué. Pero Hiromi sale calzada a tocar el piano como si fuera a jugar la final de Roland Garros con el mismísimo Nadal. En suma, si no la tienen, búsquenla. Será fácil encontrarla. Es lo mejor que ha dado esa música eterna que es el jazz. Sólo piensen esto: la “Rhapsody in Blue” es de 1924. Hiromi, en 2010, la toca como si la estuviera estrenando. Y en sus dedos suena como lo que es. Suena joven, moderna, siempre amada, siempre arrasadora, con sus pasajes difíciles que hasta a Hiromi se le resistieron. Pero Hiromi los hizo suyos, los venció a su manera y esa manera es irresistible y está aquí para quedarse. ¡Si Gershwin pudiera escucharla y verla! Tal vez sí. Tal vez exista un Paraíso para los grandes músicos. Porque son los únicos que abren los difíciles caminos de un Dios ausente o anticipan la llegada de un Mesías que se demora. Entre tanto, entre esa ausencia y esa demora, está ella, Hiromi Uehara. No es poco.
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