Martes, 9 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Rayos y centellas y a Rodríguez le inquieta el que pueda “pasarle algo fuera de casa” –un atropello, un desmayo– y que, buscando en su billetera para identificarlo, se encuentren con esa foto que recortó de El País, que luego plastificó y que desde hace semanas lleva con él, casi como una protectora estampita religiosa. La foto de un Juan Carlos I todavía joven y de un Felipe VI aún niño. ¿Qué pensarán los bondadosos desconocidos al verla? ¿Que está loco? ¿Que es un monárquico feroz o un demócrata rabioso? ¿Que es un pariente lejano y casi irreal por la distancia de esos dos reales que están en todas partes? La foto es ésta, véanla: http://elpais.com/elpais/2014/06/20/eps/1403273421_278117.html
Y Rodríguez se pregunta: ¿es una foto de un padre con su hijo o es una foto de un hijo con su padre? ¿O será una foto del Espíritu Santo? Una foto de ese tercer hombre al que la foto no revela; pero que une a los otros dos y los convierte en quienes son y quienes siguen siendo más allá de que ahora, tantos años después, uno sea rex y el otro sea ex.
DOS Rodríguez y su hijo van a ver todas las películas que no vieron durante las vacaciones. La primera de Guardianes de la Galaxia, la segunda del reboot de El planeta de los simios, la cuarta de Transformers. En todas, el tema del hijo en busca de sus padres ausentes o abandónicos o perdidos. Hasta el metálico Optimus Prime se despide y parte en busca de su Creador. Rodríguez le dice a su hijo que él nunca lo va a dejar. Y su hijo lo mira preocupado, pero lo toma de la mano y se la aprieta y le dice que él tampoco. Le dice eso que era lo que Rodríguez quería escuchar. Un boomerang del eco de sus propias palabras y letras y ADN y 3D: el insuperable efecto especial de un afecto especial.
TRES Y ya son varios los días que Rodríguez lleva recopilando opiniones de los hijos de Julio Cortázar (quien no tuvo descendencia ascendente de sangre, pero que sí tuvo y tiene lectores, muchos) ante el monumento de su centenario. Los hijos de Cortázar (en la literatura, sin importar la edad o el tiempo transcurrido, siempre se es hijo, nunca nieto ni bisnieto) dicen cosas muy raras. En especial los hijos argentinos de Cortázar: esos escritores que ahora lo consideran infantiloide y adolescente y gagá. Rodríguez los lee y los relee y no entiende qué le reprochan, de qué lo acusan. ¿Y si lo que les molesta (o los inquieta) de Cortázar es el reflejo en el espejo turbio de la mortalidad, del pasado cada vez más grande y el futuro cada vez más breve? ¿O si lo que en realidad no pueden perdonarle a Cortázar es el que se haya ido (¡a vivir a París, ese inmemorial deseo argentino!) y se haya convertido en el escritor sin fronteras que ellos siempre quisieron ser? ¿Y si les duele el que Cortázar sea prueba de que alguna vez los escritores y los libros tuvieron un peso y una importancia que ya no tienen? ¿Y si lo que no pueden entender y soportar es el aún activo y multigeneracional amor de los jóvenes por Cortázar? ¿O le envidian ser el único y mejor poster-boy de la literatura en español? ¿O les perturbará el superpoder transformer de haber convertido su apellido en adjetivo y que no haga Boom sino Bang? ¿Y si lo que les irrita es el que no puedan evitar el seguir sintiéndolo como a uno de esos padres que siempre les recuerda de dónde vinieron sin necesidad de decir nada; porque ahí está todo lo que contó tan bien, lo que sigue contando, lo que siempre cuenta y contará?
CUATRO Una noche, Rodríguez ve un episodio de esa gran serie filio-paterna que es Ray Donovan. El que todos hablen de esa tontería que es True Detective y que casi nadie hable de Ray Donovan es para Rodríguez prueba incontestable de que, digan lo que digan Merkel & Rajoy, las cosas no van bien. En cualquier caso, “Walk This Way”, séptimo episodio de la segunda temporada dirigido por el propio Liev “Ray” Schreiber, ese actor de rostro gatuno y cortazariano, siempre con cara de estar pensando si se va a zampar o no al canario de turno. Ahí, fiesta familiar, todos los Donovan. Y mejor no juntarlos y mucho menos agitarlos. Y –la excusa era el cumpleaños del hijo, Conor, quien exigió que todos se reunieran por una vez y en paz– todo sale mal y acaba a los gritos y golpes y llantos. “Conor quería a la familia de regalo y recibió a la familia”, comenta un lacónico/etílico Ray –especialista en la solución ajena y el problema propio– sobre las ruinas. Y Ray acaba bailando con su hijo, en la cocina, borracho, aquella canción de Aerosmith junto a Run DMC.
Final feliz.
CINCO Después, Rodríguez ve Noé. Nada le interesa menos que el thriller-bíblico: Jehová como poli malo y Jesús como poli bueno y todo eso. Pero la película de Darren Aronofsky tiene algo; un cierto misterio inmemorial y universal que es el mismo que desde allí salta a Hamlet o a Batman & Superman o a Cat Stevens o a los Royal Tenenbaum: el padre que le pide algo a un hijo. Y el hijo que obedece más o menos a regañadientes. Y, a la hora de las últimas noticias, Rodríguez mira a todos esos hijos sin trabajo, viviendo con padres sin trabajo que viven con abuelos jubilados. Y después, cerrando los ojos, se acuerda de eso que leyó hace poco. Una carta que un millonario embrujado por la muerte de sus hijos le envía a un escritor maldito. Algo referente a que sólo el lado irreal de la vida tiene estructura y belleza. A Rodríguez le gustó la cita, y googleó el resto de la carta, que cierra con algo aún más ominoso: “Luego la vida en sí misma da un paso al frente y golpea, hiere y destroza. En mi corazón, siempre temí ese momento en que nuestra juventud e inventiva serían atacadas en su único punto débil: los hijos, su crecimiento, su salud, su futuro”.
Los hijos, los hijos. Los hijos como pararrayos y cable a tierra. Y los hijos, también, como rayos imparables y estrangulantes. Los hijos como las frágiles partes inventadas siempre listas para atacar y siempre expuestas al ataque de partes reales nunca vistas con claridad hasta que ya es demasiado tarde. Los hijos que se crían como un acto de amor verdadero y un acto de imaginación cierta: los hijos como esos personajes que se nos escapan. Y –porque si hay justicia, si todo sale bien– acaban reescribiéndonos sin darnos posibilidad de corregirlos o de derecho a réplica; porque ya nos acabamos, ya nos fuimos, ya no estamos para ponerles los puntos sobre las íes sobre una historia que, aunque sea la nuestra, ya es la de ellos. Los hijos como final de juego que sigue en otra parte, sin nosotros.
Rodríguez se acuerda, días atrás, en la playa: súbita tormenta de verano y relámpago cayendo a pocos metros de él. Rodríguez pensó en Zeus y en que las religiones más antiguas son tanto más divertidas como películas; con aquellos tronantes dioses descendiendo para hacer de las suyas entre los mortales. De hecho, los dioses hasta tenían familia con ellas y ellos, con reyes y plebeyas. Tenían hijos. No uno: muchos. Y los protegían y no los dejaban morir a solas, clavados, con los brazos en cruz.
Por las dudas, entonces, Rodríguez corrió a ponerse a cubierto.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.