Viernes, 3 de octubre de 2014 | Hoy
Por Juan Forn
En 1924, después de la publicación de La montaña mágica y su consagración en toda Europa, Thomas Mann entregó a una revista alemana un cuento sobre la hiperinflación y el caos de la República de Weimar (“Desorden y dolor precoz”), que en realidad era una ejecución pública de sus dos hijos mayores. El escandalete fue público porque el germanista Ernst Beltram, a quien Mann había dedicado el relato, pidió que se retirara su nombre de la dedicatoria, a causa de la exposición pública que hacía el autor de sus propios hijos, un “crimen de sangre” en palabras de Beltram. Klaus y Erika Mann se tomaron venganza a las pocas semanas. Klaus, que por entonces tenía dieciocho años, escribió a toda velocidad la historia de un cuarteto de jóvenes “locamente enamorados unos de otros”. Erika, que tenía diecinueve, le propuso que la interpretaran en el escenario: Klaus y su novio harían los papeles femeninos y ella y su novia harían los papeles masculinos. La novia de Erika era Pamela Wedekind (hija del dramaturgo Frank Wedekind, por entonces tan célebre como Thomas Mann). El novio de Klaus, que se encargó además de la dirección de la obra porque era el único actor profesional del cuarteto, estaba tan ávido de revancha como Erika y Klaus, porque el escritor lo había escarnecido especialmente en su relato, por presentarse de visita en casa de los Mann maquillado de melancólico y anunciar al llegar que no podría quedarse a causa de su estado de ánimo, lo que llevaba a Mann a comentar: “Uno tiende a pensar que o melancolía o cosmética. ¿Cómo puede maquillarse un melancólico?”.
Su nombre era Gustav Gründgens, pero todos lo conocemos con la cara de Klaus Maria Brandauer y el nombre Mefisto, a causa de aquella película de István Szabó (que en mi cinemateca mental está junto a Cabaret y El huevo de la serpiente). ¿Lo recuerdan, maquillándose frente al espejo de su camarín, con la cara blanca y las cejas y los labios negros, mientras afuera truena la Alemania nazi, el momento terrible en que un artista es capaz de cualquiera, de lo peor, por su carrera, por su ego? Gustav Gründgens se quedó en la Alemania nazi cuando todos los que él respetaba como artista se fueron, o los fueron. El éxodo dejó muchos lugares vacíos, entre ellos la dirección del Staatstheater de Berlín, el teatro más importante de Alemania. Gründgens logró que Göering lo dejara en sus manos para montar y protagonizar las producciones que quisiera (siempre que celebraran la germanidad), se convirtió en el actor emblemático de la Alemania nazi y supo mutar de Fausto en Mefistófeles: en lugar de arder en el averno, sobrevivió a la guerra y siguió siendo el actor dramático por excelencia de Alemania hasta bien entrados los años ’60.
Pero me fui; estábamos en 1924. Con la obra aún en cartel, Klaus, que estaba locamente enamorado de Gründgens, anunció su casamiento con Pamela, que estaba locamente enamorada de Erika, y Erika hizo lo propio con Gründgens. Obra y matrimonios duraron más o menos lo mismo. Para cuando Gründgens logró que una revista publicara en tapa una foto de la obra, ya estaba separado, no sólo de Erika sino de también de Klaus. La revista estaba al tanto: la figura de Gründgens había sido recortada y eliminada de la foto. “¡HIJOS MALOS!” era el título y el tema de la nota, y Gründgens no era hijo de nadie. Pero sus quince minutos de fama habían alcanzado para que Max Reinhardt lo contratara para su compañía. Nueve años después, cuando estaba a punto de lograr su anhelada revancha (Reinhardt le había ofrecido el papel de Fausto), Hitler llegó al poder. Gründgens pensaba más o menos lo mismo que sus compañeros de la troupe de Reinhardt y tantos otros artistas que se fueron yendo de Alemania, “pero él no era judío; él era un rubio del Rhin, así que se quedó”, dice de él Klaus Mann en su novela Mefisto.
Sin pasaporte, viviendo de prestado entre París y Amsterdam, Klaus escribió Mefisto en 1936, “para denunciar y execrar una actitud, no una persona”. Ya no escribía para de-safiar a papá sino para combatir el nazismo. Cuando Hitler invadió Francia, logró cruzar a Estados Unidos y ser aceptado como voluntario en el ejército. Su adicción al opio le impidió combatir, pero cumplía funciones de traductor. Luego de desembarcar en Normandía y acompañar el avance de las tropas hasta Alemania, cubrió los juicios de Nüremberg y recibió la orden de acompañar a Berlín a Roberto Rosellini, para hacer un documental. La primera noche pasaron por delante de un teatro en el sector ruso. La función estaba por empezar. La aparición en escena del actor principal, que despertó una ovación en la platea, los pescó llegando a sus butacas. Con espanto, Klaus vio que el actor en el escenario era Gründgens. Al día siguiente logró averiguar que los rusos lo habían arrestado al entrar en Berlín y lo tuvieron en un campo de detención hasta que intervino Arssenyi Gulyga, el comisario de teatro soviético, que le ofreció la rehabilitación a cambio de que promoviera el teatro, primero en la zona de Berlín controlada por los rusos, luego en el resto de la ciudad. Los diarios berlineses, supervisados por la ocupación, lo habían exonerado como “un participante que no participó”, alguien que “entendía el teatro como un espacio sagrado que debía ser protegido de toda influencia del mundo exterior”.
Desde entonces hasta que murió, Klaus intentó vanamente publicar Mefisto en Alemania. Gründgens había impuesto un recurso de amparo ante la Justicia en cuanto leyó el artículo que escribió Klaus después de verlo en escena. El artículo (aparecido en un pequeño diario de Hamburgo, el único que se interesó en publicarlo) se preguntaba por qué no revivir también la carrera de Emmy Sonnemann, la actriz que se había casado con Göering. “A fin de cuentas, la pobre mujer no sabía nada de Auschwitz. Y además, ¿qué tiene que ver el arte con la política?” Gründgens logró que la corte de Hamburgo fallara a su favor: “El público alemán no está interesado en recibir una imagen falsa de su teatro desde el punto de vista de alguien que no estaba por entonces en este suelo”. Así opinaba un tribunal en la Alemania de los primeros años de posguerra.
El 1º de enero de 1949, Klaus Mann escribió en su diario: “No quiero sobrevivir a este año”. Venía de cortarse las venas seis meses antes, en la casa de sus padres en California. Sus intentos por dejar el opio eran inútiles, en ninguna parte tenía casa, su diario era la crónica de una muerte anunciada. La última anotación, hecha en Cannes, en abril, dice que acaba de recibir una carta de un editor alemán rechazando Mefisto: “Herr Gründgens cumple un papel muy importante aquí”. Un mes después se suicidó. Tenía cuarenta y dos años. Gründgens siguió siendo el gran actor dramático de Alemania hasta su muerte, en 1963. Estaba de vacaciones en Manila, venía de pagar demoradamente su favor a Arssenyi Gulyga, haciendo el Fausto con su troupe por veinte ciudades de la URSS. No hacía de Fausto: hacía de Mefistófeles. Igual que en la novela de Klaus, que se publicó por fin en Alemania después del éxito (y el Oscar) que tuvo en 1981 la versión cinematográfica con que István Szabó y Brandauer la rescataron del olvido.
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