Domingo, 31 de mayo de 2015 | Hoy
Por Adrián Paenza
¿Cuán dispuestos estamos a cooperar? ¿Cuán generosos somos? ¿Hay alguna forma de medirlo?
Para aquellos que tenemos el privilegio de tener casa propia, trabajo, salud, educación, ropa, independencia... hay ciertos temas que parecen no figurar en la agenda. Quizá suceda porque los adultos, a partir de un cierto momento, no tenemos más que dar explicaciones. La propiedad privada genera una necesidad de defender el objeto, algo adquirido es un bien que debe ser protegido.
Pero al vivir en comunidad, al coexistir con otro grupo de personas, o mejor dicho, al coexistir con personas así, “a secas”, aparecen los bienes comunes, los bienes de los cuales somos todos un poco dueños. Y esos bienes también hay que cuidarlos, pero empiezan a aparecer distintos grados de compromiso. En todo caso, lo que no hago yo lo debería hacer otro, o el otro. Y puede que yo ahora no tenga tiempo o no tenga ganas o sencillamente, no me interese.
Quiero poner un ejemplo que viví hace muchísimos años. No estoy seguro de que el caso sea pertinente al tema que estoy desarrollando acá, pero me tropecé con él en mi cabeza en los últimos días varias veces. No es nada espectacular como para merecer tanto preámbulo, pero sí sé que en su momento me impactó mucho.
Durante mucho tiempo compartí una oficina en el segundo piso de lo que para mí/nosotros era “la Facultad”: Exactas, UBA. La oficina era pintada cada tanto por personal de maestranza de la facultad. Esa porción del segundo piso era de todos nosotros, nuestro lugar común, nuestro hábitat.
A nuestra oficina la habitábamos no sólo los profesores, docentes auxiliares, sino también venían alumnos. Todos los días, era el lugar de encuentro.
Poca luz y la mayoría de las veces, artificial. Mucho frío y, a la vez, mucho calor. De todo. Baños en condiciones difíciles. Allí vivíamos.
Un día, uno de los alumnos entró para hacer la revisión de su examen. Algo habitual. Se generaba una larga cola de alumnos que esperaban hacer su revisión, que los docentes volviéramos a mirar lo que habíamos corregido y la mayoría de ellos querían disputar el puntaje que los docentes habíamos usado para calificar el tal examen o, en todo caso, discutir nuestro punto de vista.
Un día, entró un alumno a discutir su nota. Fumaba. Mucho. Y muy nervioso. Me ofreció sus argumentos y yo le devolví el examen, después de revisarlo, diciéndole que creía que estaba equivocado, que la corrección estaba bien y que no podía modificar la nota.
El, parado al lado del pizarrón, tomó nuevamente el examen y empezó a leerlo. Puso su espalda contra la pared, para no tener que hacer fuerza con su cuerpo, y en ese momento dobló la rodilla derecha y apoyó el zapato en la pared mientras tiraba las cenizas de su cigarrillo en el piso.
Aquí me quiero parar. Es obvio que no recuerdo su nombre, ni siquiera su cara. Solo sé que me quedé mirándolo de la cintura para abajo, sabiendo que ni bien se retirara de la pared habría una huella inscripta: el zapato quedaría registrado. No hablemos de las cenizas porque a los efectos de esta historia es irrelevante, pero la huella del zapato... no... la huella quedó marcada en la pared amarilla. “Eso sí que no. Ese fue mi límite.”
Lo interrumpí y le dije: “¿Vos hacés eso en tu casa?”. Me miró sorprendido porque no entendía bien lo que le estaba diciendo. “Sí –seguí yo–, ¿vos actuás de esa forma en tu habitación o en el living de tu casa?”
Seguía sin entenderme, hasta que le dije que se corriera de donde estaba. Se movió un poco y, por supuesto, tuvo que sacar el pie (y el zapato). Yo sabía lo que había abajo y le mostré inmediatamente la huella. Ya no había más sorpresa, ahora había entendido.
¿Cuántas veces obramos así? Y no me refiero a ustedes, sino a nosotros. ¿Cuántas veces por día somos desatentos y desconsiderados con lo “nuestro”, lo que es de “todos”, por lo que termina siendo de “nadie”?
Aquí es donde yo debería detener lo que estoy escribiendo y darle tiempo a que usted, si tiene ganas, reflexione sobre mi ejemplo. Como habrá advertido no tiene tanto valor en sí mismo, salvo... salvo... que a usted la/lo haya llevado a buscar sus propios ejemplos, aquellos que involucran a otros que están cerca suyo, pero a usted también.
En el año 1984, la revista Science 84 intentó pulsar cuán “buenos” o “solidarios” somos. No es fácil, obvio. Y trató de hacerlo de la siguiente forma. En el número que correspondía a la edición de octubre de ese año (1984), sus lectores fueron invitados a que mandaran un sobre a la editorial que contuviera un papel con uno de estos dos números escritos: 20 o 100. Si el lector que había mandado el sobre había escrito 20, la revista le mandaría a su casa un cheque por 20 dólares. En cambio, si había escrito 100, habría de recibir un cheque con 100 dólares.
A esta altura usted debe estar pensando lo mismo que pensé yo: ¿quién, en su sano juicio, habría de escribir el número 20? Bien. Es que no me dio tiempo de terminar las condiciones del problema: cada lector estaba libre de escribir cualquiera de los dos números, pero si entre todos los lectores que enviaran sobres el 20 por ciento o más de ellos había escrito el número 100, entonces, nadie recibía nada. Para que cada uno recibiera un cheque con el importe equivalente al número que había escrito, lo que tendría que haber pasado es que los sobres que tenían escrito 100 tenían que ser estrictamente menos del 20 por ciento de los lectores.
Ahora se advierte que las condiciones eran diferentes. ¿Qué hacer?
¿Qué hubiera hecho usted? En realidad, antes de que siga con la historia, lo interesante sería que usted se planteara qué habría hecho si hubiera sido uno de los que habrían de mandar un sobre, o si prefiere, traslademos la pregunta al acá y ahora. ¿Qué haría usted hoy? ¿Escribiría 20 o escribiría 100?
Lo que sucedió hace 30 años es irrelevante. Más aún: lo que pasó en ese caso particular no tiene nada que ver con nosotros y ahora. En todo caso, será un caso más. Lo interesante sería ser capaz de pulsar qué es lo que haríamos nosotros, o mejor dicho, qué es lo que haría usted... o yo.
Sigo con la revista Science. Si todo el mundo hubiera enviado un sobre con el número 20, todos habrían recibido los 20 dólares. Y como dice William Poundstone, autor del libro [1] en donde leí el caso, siempre hay lugar para que algunas personas se exhiban como más codiciosas y por eso anotan el número 100.
De todas formas, todos hubieran obtenido el equivalente en dólares de lo que habían anotado en la medida en que este grupo no fuera demasiado grande. Lo que sucede es que si mucha gente quiere 100 y no está dispuesta a ceder por el bien de todos, entonces todo el mundo se queda con nada.
Al mismo tiempo, si son muchos quienes participan, el hecho de que una persona escriba el número 100 no parece modificar el resultado final y, por lo tanto, no deja mucho lugar para la culpa. Cada uno de ellos puede pensar: “No puede ser que mi sobre, mi número, mi voto sea tan significativo que altere lo que les pase a todos. Yo escribo 100 ¡y listo!”
Si uno se pusiera en la mente de quien va a escribir 100, podría imaginarle el siguiente razonamiento: “O bien la probabilidad de que los que escriban 100 va a estar por debajo del 20 por ciento, por lo que mi número no va a cambiar nada, o bien el porcentaje va a ser mayor que el 20 por ciento y en ese caso, mi voto, mi opinión, tampoco va a cambiar nada”.
Es decir, en la mente de quien piensa en forma individual, las justificaciones y/o explicaciones que puede encontrar son múltiples... y todas valederas (para él o ella).
La editorial que publica la revista, la Asociación Norteamericana para el Avance de la Ciencia, buscó protección. Pensando en que podía ser que tuviera que terminar pagando lo que prometía, intentó convencer a una de las compañías aseguradoras más importantes del mundo: Lloyd, en Londres. Uno de los periodistas de la revista, William F. Allman, ofreció sus futuros sueldos como colateral para garantizar el pago. Ninguno de los dos casos prosperó. Ni Lloyd aceptó extender una póliza que le permitiera a la revista recuperar el dinero en el caso de que su sospecha sobre la generosidad de la sociedad en la que vivimos fuera equivocada, ni Allman tuvo que aportar sus salarios. A último momento, la revista decidió hacer la misma encuesta que tenía pensada pero solamente en forma simbólica, sin dinero involucrado. Claramente, esa decisión cambió todo. Por supuesto que los lectores supieron del cambio y ya, el experimento como tal, dejó de tener valor (al menos para mí).
Los resultados fueron estos: participaron 33.511 personas. De ellas, 21.753 pidieron $20 y 11.758 los temidos $100. Por lo tanto, en términos de porcentaje, eso significó que más del 35 por ciento anotó el número 100. Con los resultados a la vista, la revista ¡no hubiera tenido que pagar nada! Pero claro, era demasiado tarde. Igualmente, el caso termina siendo testimonial y provocador.
Aunque el resultado hubiera sido distinto, nada diría de lo que nos sucedería a nosotros como sociedad ni entonces ni ahora. Los ingleses son distintos de los argentinos, y si no, basta ver lo que hacemos nosotros en partidos de fútbol. Ya sé, ésa es otra historia... pero no esté tan seguro.
Quiero agregar algo más que dijo en su momento Isaac Asimov, uno de los escritores de ciencia ficción más populares (y prestigiosos) de la historia. Cuando se enteró de la encuesta, al saber que no habría de haber dinero involucrado, Asimov dijo: “A un lector usted le pide que anote 20 dólares y él/ella mismo/a se vean como buenas personas o que pida los 100 dólares y se considere a sí mismo como no tan bueno. ¿Quién escribiría 100?”.
Es obvio que no pretendo sacar ninguna conclusión con estas líneas sino invitar a pensar. ¿Cómo somos? ¿Qué creemos ser? ¿Cuán buenos creemos que somos? ¿Cuán generosos creemos que somos? Supongo que a usted se le ocurrirán preguntas mejores. En todo caso, acá no termina nada... sino que, en todo caso, queda abierta la discusión. Usted, ¿qué piensa?
(1) Prisoner’s Dilemma (El Dilema del Prisionero), William Poundstone.
Anchor Books, pág. 203.
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