Lunes, 18 de abril de 2016 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Esta semana pasada me tocó participar en la que era (en la previa) incómoda presentación de una notable novela incómoda: El pichi, o la revolución de los frágiles, de Eduardo Blaustein. La buena noticia es que pese a la incomodidad al cuadrado lo pasamos y terminamos muy bien, comodísimos dentro de lo que cabía, los de la mesa –el otro fue Carlos Ulanovsky– y los muchos literales implicados que poblaron la platea. Algo habrá sucedido, supongo y trataré de explicarlo, para que así fuera.
La primera incomodidad (política) residía en que la presentación se realizaba en una sala de la Biblioteca Nacional, territorio privilegiado del atropello cultural de la gestión macrista con conflicto vigente. La cómoda tentación del que suscribe fue, de salida, borrarse –con aviso, claro–, pero los argumentos y la capacidad persuasiva del autor, un hombre inteligente y un amigo fiel, lo convencieron de incorporar el gesto de repudio puntual a los despidos al acto mismo, sin dejar que una cosa interfiriera ni contaminara a la otra. En ese sentido, la firme actitud del serenísimo Ula operó como reaseguro y contexto contenedor para todos.
La otra (acaso supuesta) incomodidad (política) previa residía en el tema de la novela de Eduardo, a la que la puntual contratapa describía / calificaba con envidiable precisión: “Absolutamente alejada de la épica y del panfleto, con un humor que tiene algo de desesperado, Eduardo Blaustein escribe la gran novela de su generación. La posible biografía de quienes integraron el último pelotón de los setentistas, los ‘soldados’ más tiernos, acaso los más frágiles: los pichis”. Y más adelante: “Pablo es un adolescente, estudiante secundario del Colegio Nacional de Buenos Aires, atrapado por los vendavales de una época de intensidades y compromisos extremos, aspirante inercial o perplejo a convertirse en bravo soldado montonero”. Exactamente así. Y no cabe ir más allá en lo argumental, en contar literales pormenores, porque además del alto contenido en cierto modo testimonial-documental del texto, El pichi es una novela genuina sostenida siempre por la incertidumbre del qué va a pasar. De Buenos Aires, a Barcelona-Madrid; de ahí a México y a Buenos Aires otra vez, la peripecia de Pablo tiene la incertidumbre de los avatares histórico políticos vistos en perspectiva, y al mismo tiempo, la redondez de una fábula o un cuento tradicional. No es poco.
Pero volviendo a la sensación de incomodidad: nadie que haya participado de aquellos años y también de estos últimos puede ignorar la dificultad de afrontar el tema con entereza, zafando de los imperativos de la “corrección” política, las tentaciones de la mala conciencia, las trampas del encubrimiento o las presiones de los intereses coyunturales convertidos en permanentes. Y no es mérito menor el hecho de que Eduardo Blaustein lo haga –afrontar todas esas dificultades, digo– a través de la creíble, entrañable historia de su pibe ejemplar o ejemplar de pibe, mejor, tan fechado y fichado para la memoria de nuestro corazón.
En cuanto a lo que nos tocaba decir, pensamos que la virtud mayor de El pichi reside en su condición de texto saludablemente inutilizable. Es decir: no puede ser utilizado –sin forzarlo, empobrecerlo– en el sentido de hacerlo objeto de una operación irrespetuosamente utilitaria, instrumental. Desborda literatura, desparrama sentidos, despliega demasiadas sensibles e inteligentes perplejidades, El pichi, para (poder) ser manipulado. Está escrito, como toda verdadera literatura, no por alguien que quiere demostrar ni enseñar nada sino que escribe para enterarse, para preguntar(se) mejor.
En principio, como lo comprobamos en el mismísimo acto de presentación la novela de Blaustein es inutilizable en términos oportunistas políticos de coyuntura, ya que la cuestión que lo recorre, lo que podríamos llamar el sentido común de la militancia de una época determinada, es la trágica materia misma del libro y es indiscernible de las conductas y la personalidad de los caracteres; y que no hay ninguna conciencia retrospectiva portadora de un saber superador que pueda “sacar moraleja” fácil de lo vivido. O sí, pero sin beneficio de inventario –debe/haber– para la cuenta política o partidaria de nadie
En segundo lugar, El pichi es inutilizable en términos de estrechos cálculos marketineros. Es una novela fortísima por la naturaleza de la materia narrativa que maneja, pero está escrita “sin épica ni panfleto y con un humor desesperado”. Así, carece, por ejemplo, de tramposos ganchos morbosos de sexo o sangre fácil. Tampoco está escrita alevosamente para ser traducida ni para ser filmada. No es –como suele suceder a menudo– un texto funcionalmente “simplificado” en el uso de sus códigos para permitir su distribución masticada. Blaustein no olvida jamás –es un escritor– que la literatura no está hecha (sólo) de acciones y personajes, sino –básicamente– de palabras. Lo suyo es un texto memorable. Y su lenguaje coloquial cambiante y elaborado, lleno de guiños, complicidades y referencias sesgadas a usos costumbres y signos de la época tiene una riqueza que nunca te deja afuera pero que constantemente te invita a participar del festejo. Precisamente, la reflexión sobre cómo se hablaba, el cruce de discursos –en sus diferentes contextos espaciales o en boca de hablantes diversos– que atraviesa y da cuerpo a la novela es uno de sus mayores aciertos. Es decir: se puede traducir y llevar a la pantalla, claro que sí. Pero es básicamente lo que debe ser: un hecho textual irrepetible.
En tercer lugar, El pichi es inutilizable desde cualquier secta crítica que pretenda apropiárselo o descalificarlo desde presuntas modalidades narrativas vigentes o caducas. Quiero decir: no está escrito para ser leído según moldes preconcebidos o para circular por determinados andariveles de lectura. Tiene la contundencia de los relatos perdurables en tanto –no es cuestión de veracidad sino de coherencia– construye un verosímil más persuasivo y convincente que cualquier alegato, memoria prolija o testimonio puntual. Estamos hablando, una vez más y felizmente, del poder de la literatura.
Blaustein lo hizo.Y pese a nuestra prejuiciosa incomodidad, todos lo compartimos. Gracias.
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